ENTREVISTA FALLIDA
La Loli no se puso sujetador, se encasquetó una camiseta ajustada
que le marcaba los pezones. Lástima que no sea de tirantes, pensó.
Se maquilló, se echó unas gotas de un perfume de nombre sugerente,
Mystère et Passion, que había encontrado de oferta en el
Carrefour, bajó a la calle y se encaminó con paso firme a la
oficina de la Caixa.
Entró en la oficina y preguntó por el director, pero su Oriol, como
ella le llamaba, estaba ocupado y tuvo que esperar. Se sentó
enfrente de la cristalera que delimitaba el despacho del director y,
como las persianas no estaban cerradas, a través del cristal observó
claramente que su Oriol atendía a una lagartona que tenía una
parada de casquería en el mercado del barrio. Seguramente la
casquera se valía de los mugrientos billetes que ganaba a base de
higadillos, tripas y otros desperdicios para intentar encandilarle.
Pero aunque no llevaba su pringoso delantal no había peligro, ella
le daba cien vueltas a aquella vendedora de criadillas que tenía la
cara como un pan de kilo y nunca sabías con qué ojo te miraba.
La casquera se había desabotonado convenientemente la blusa y
enseñaba canalillo. No en vano decía la gente que su marido llevaba
más cuernos que el padre de Bambi. Además, la muy lagartona se
hacía la tonta y el pobre director tenía que explicarle
detalladamente las diferentes modalidades de inversión que su
entidad podía ofrecerle. A la Loli se le estaba haciendo tardísimo,
tenía que irse al curro. Miró a través de la cristalera y
contempló el acentuado estrabismo de la casquera estampado en
aquella cara de pan de kilo. Eso la tranquilizó, y se dispuso a
marcharse.
Felipe Deucalion
BUSCANDO EL PAN
Lina había ido a comprar el pan, pero en
lugar de ir por el camino habitual, había tomado otro, para satisfacer sus
ansias de aventura. Un camino que nunca antes había tomado, siguiendo los
consejos de su abuela, con la que vivía desde niña.
Al cabo de una hora se vió perdida por
las calles del antiguo barrio judío, de viejas casas semiderrumbadas,
deshabitadas muchas de ellas. Las pocas
personas que vislumbró pasaban con la cabeza baja en actitud de meditación o
quizás de hostilidad y desconfianza. “Qué buscas, niña” le preguntaban. “Busco el pan” contestaba, y con un gesto la
iban encauzando por las callejuelas, hasta llegar a un edificio de sólidas
paredes de piedra. Empujó una enorme y pesada puerta de hierro, entró, y la puerta quedó cerrada tras ella,
como traccionada por fuerzas sobrehumanas, con lo que Lina de pronto se vio
sumida en una inmensa oscuridad, y se desmayó.
Al cabo de un tiempo indefinido abrió los
ojos. Una luz tenue le permitía ver que
se hallaba en una gran sala sin mueble alguno, de cuyas paredes colgaban cuadros
con figuras meditativas, religiosas, serenas,
hieráticas, con perspectiva inversa. Contemplándolas, pudo ver sus
colores azules, verdes, rojos, y
dorados. Sus ojos se extasiaron mirándolos, en sus formas, sus tonos, el brillo
que el dorado proporcionaba. Comprendió que eran iconos bizantinos que habían
sobrevivido las destrucciones de las guerras. Lo divino estaba allí. Había sido conducida por callejuelas
desconocidas hasta un lugar donde se hallaba la belleza y vitalidad de su
brillo, la alegría y la serenidad de lo trascendente, de lo que permanece. El
pan de oro de los iconos era pan que alimentaba el alma. Aunque quién sabe de qué extrañas si no
turbias maneras habrían llegado hasta allí esas imágenes.
Mariajes