viernes, 17 de junio de 2016

PAN




ENTREVISTA FALLIDA
La Loli no se puso sujetador, se encasquetó una camiseta ajustada que le marcaba los pezones. Lástima que no sea de tirantes, pensó. Se maquilló, se echó unas gotas de un perfume de nombre sugerente, Mystère et Passion, que había encontrado de oferta en el Carrefour, bajó a la calle y se encaminó con paso firme a la oficina de la Caixa.

Entró en la oficina y preguntó por el director, pero su Oriol, como ella le llamaba, estaba ocupado y tuvo que esperar. Se sentó enfrente de la cristalera que delimitaba el despacho del director y, como las persianas no estaban cerradas, a través del cristal observó claramente que su Oriol atendía a una lagartona que tenía una parada de casquería en el mercado del barrio. Seguramente la casquera se valía de los mugrientos billetes que ganaba a base de higadillos, tripas y otros desperdicios para intentar encandilarle. Pero aunque no llevaba su pringoso delantal no había peligro, ella le daba cien vueltas a aquella vendedora de criadillas que tenía la cara como un pan de kilo y nunca sabías con qué ojo te miraba.

La casquera se había desabotonado convenientemente la blusa y enseñaba canalillo. No en vano decía la gente que su marido llevaba más cuernos que el padre de Bambi. Además, la muy lagartona se hacía la tonta y el pobre director tenía que explicarle detalladamente las diferentes modalidades de inversión que su entidad podía ofrecerle. A la Loli se le estaba haciendo tardísimo, tenía que irse al curro. Miró a través de la cristalera y contempló el acentuado estrabismo de la casquera estampado en aquella cara de pan de kilo. Eso la tranquilizó, y se dispuso a marcharse.

Felipe Deucalion





BUSCANDO EL PAN
Lina había ido a comprar el pan, pero en lugar de ir por el camino habitual, había tomado otro, para satisfacer sus ansias de aventura. Un camino que nunca antes había tomado, siguiendo los consejos de su abuela, con la que vivía desde niña.

Al cabo de una hora se vió perdida por las calles del antiguo barrio judío, de viejas casas semiderrumbadas, deshabitadas muchas de ellas.  Las pocas personas que vislumbró pasaban con la cabeza baja en actitud de meditación o quizás de hostilidad y desconfianza. “Qué buscas, niña” le preguntaban.  “Busco el pan” contestaba, y con un gesto la iban encauzando por las callejuelas, hasta llegar a un edificio de sólidas paredes de piedra. Empujó una enorme y pesada puerta de hierro,  entró, y la puerta quedó cerrada tras ella, como traccionada por fuerzas sobrehumanas, con lo que Lina de pronto se vio sumida en una inmensa oscuridad, y se desmayó.

Al cabo de un tiempo indefinido abrió los ojos.  Una luz tenue le permitía ver que se hallaba en una gran sala sin mueble alguno, de cuyas paredes colgaban cuadros con figuras meditativas, religiosas, serenas,  hieráticas, con perspectiva inversa. Contemplándolas, pudo ver sus colores  azules, verdes, rojos, y dorados. Sus ojos se extasiaron mirándolos, en sus formas, sus tonos, el brillo que el dorado proporcionaba. Comprendió que eran iconos bizantinos que habían sobrevivido las destrucciones de las guerras. Lo divino estaba allí.  Había sido conducida por callejuelas desconocidas hasta un lugar donde se hallaba la belleza y vitalidad de su brillo, la alegría y la serenidad de lo trascendente, de lo que permanece. El pan de oro de los iconos era pan que alimentaba el alma.  Aunque quién sabe de qué extrañas si no turbias maneras habrían llegado hasta allí esas imágenes.

Mariajes