domingo, 20 de enero de 2019

EL DESTINO





DESTINO
Un amasijo de diminutos triángulos y aristas de chocolate blanco con almendras, restaban desmenuzados dentro del envoltorio. La chocolatina había sido aplastada por Margareth J.Sallesby, como si le diera gas a una motocicleta.
Había reclinado la cabeza en el asiento y apretaba los brazos de la silla. El ligero vaivén que hacía oscilar el vagón y el ruido de la maquinaria en acción, la aliviaban.
-El billete, señorita.
La pasajera abrió los ojos, con expresión de no comprender la pregunta. Sin alterarse, el revisor dejó pasar unos segundos para insistir en el ruego.
-Su billete, por favor.
-No tengo –respondió ella después de superar un balbuceo originado por su elevada inseguridad.
-¿A dónde se dirige?
Margareth despejó su aparente estado de ensueño.
-No lo sé, por eso no saqué billete. ¿Cuál es la última parada del trayecto?
-Ashton Valley. ¿Quiere ir allí? Tendrá que pagar un recargo.
El recelo del revisor había quedado patente. Escribiendo el recibo, levantó la mirada para cerciorarse de la identidad de la pasajera.
-Parece desnortada. ¿Quiere que llame a un médico?
El verbo “llamar” provocó que se ausentara de la realidad. Un mínimo gesto de negación finiquitó el diálogo. Margareth giró el cuello hacia la ventana como si tuviera puesto un collarín ortopédico. Estaba aturdida por la resonancia de las palabras del revisor. Sabía que la había tomado por una fugitiva, como Marion Crane en el inicio de “Psicosis” o una enferma. No era ninguna de las dos, aunque rompiera su disciplina y se subiera al primer tren que partía de la estación.
¿Cuál era su rumbo? ¿Una población que no conocía a 500 km de su casa? Un poeta, habría replicado orgulloso que su destino era “encontrar la felicidad”. Se golpeó las rodillas deslavazando esa idílica idea. Sí, las sospechas del empleado eran ciertas, huía. ¿Qué se hace cuando no quieres atender los problemas? Alejarte de ellos. Era un bandolero que sale al galope después de haber saqueado y logrado su botín, pero el suyo solo constaba de miedo, surgido cuando detectó que el amor por su marido había derivado en afecto, y ese afecto había decrecido hasta llevarla a una convivencia con alguien que conocía, pero que le transmitía la misma ilusión que descamar y destripar una bandeja de sardinas a diario.
Estaba avergonzada y sin el valor para encarar una ruptura, pues no tenía argumentos mas que el
depósito donde almacenaba los sentimientos cuya flecha indicaba “vacío”.
El tren se detuvo, pero no los pensamientos de Margareth. ¿Llegar a la madurez para comportarse como una chiquilla? Fugarse con una aventura extraconyugal que convierte en álgida la emoción en cada encuentro, recordando una imperceptible caricia en un entusiasmo perpetuo, tendría sentido, pero no su precipitado número de escapismo.
Antes de reanudarse el viaje, Margareth bajó del tren para comprar un billete de vuelta. Durante el receso se había decidido. Tenía que afrontar la situación con entereza y calma. Las personas no somos dueñas de nuestros sentimientos, tienen vida propia y los suyos por él, habían hecho los bártulos para no regresar jamás.
No podía llamar a su pareja, porque en esa disparatada vorágine, había tirado el móvil a un río maloliente. Acertado, pensó, allí encajaban muchos de los mensajes y vídeos zafios que transferían los habitantes del submundo virtual.
Sin telefonía, estaba obligada a citarse con él para sincerarse, esa era la única vía factible. Las verdades duelen, pero en ocasiones no se comprenden, así que ella se decidió por una frase concisa e impactante: “Serafín, tengo un amante”.
Ese fue el fin de Serafín, aunque no hubiera ni el regalo de un diamante por parte de un amante, así que sirvió esa falsa confesión de un amor clandestino, para dejar de andar por un camino sin destino.


Xavi Domínguez

sábado, 12 de enero de 2019

SOLEDAD




SOLEDAD
Aquella mañana Soledad se levantó mas temprano que de costumbre. Desconectó el móvil, cerró la agenda y se fue hacia la estación para coger el primer tren que pasara sin importarle el destino. Sentada en el andén se sintió más feliz que nunca; sintió que por primera vez desde hacía un tiempo, se estaba haciendo el mejor de los regalos a sí misma: aprender a estar unas horas, un día, un tiempo en su propia compañía y no sentirse mal por ello. Era lo que más anhelaba y estaba a punto de conseguirlo: estar sola sin sentirse sola. Estaba cansada de cargar con el estigma de que su presencia era temida por tantos y pudo probarse a sí misma que en verdad era porque no la conocían bien; no le habían dado la oportunidad de explorar todas sus dimensiones. Ese día lo tuvo claro, se iba segura de que volvería renovada para así poder llegar a más gente.

Cerró los ojos al mismo tiempo que el tren empezó a moverse.
Recordó la estrofa de "Ma Solitude" de Moustaki, que tanto le gustaba:

"Non, je ne suis jamais seul, avec ma solitude"


Marta Albricias




SOLEDAD
Pasaban de las cinco de la tarde, de un martes brumoso a principios de enero. Me aproximaba a la intersección entre la calle Padilla y la Meridiana. Me sentí pequeño en esa explanada, un personaje perdido en un mundo apocalíptico. De reojo veía cruzar a algún viandante a paso ligero y con la cara gacha; al fondo, una docena de bicicletas ancladas en la parada.

El viento quiso desbaratarme las ideas con un pescozón con un mensaje ligado: “Despiértate y anda”. Funcionó. La impertinencia del aire se coló por el cuello de mi abrigo y me puse en marcha para reactivar el termostato.

En un movimiento heredado, me froté la frente y los ojos, lo que advertía que estaba cansado y aburrido. Mientras, había llegado a algo semblante a un muro que rodeaba “L’Auditori”, una clase de estanterías de cemento pintadas de blanco. Extendí los dedos en una de ellas y agucé la vista. El color apagado de una tarde cercana al ocaso, se aunó con la aspereza de ese muro, repleto de sedimentos y suciedad. Una construcción olvidada por los paños y las cámaras de fotos, un monumento a la nada.

Me agité imitando un escalofrío, el tacto rugoso que había palpado, era tan desapacible como ese entorno, y más que el frío, una inquietud creciente me sobrecogió. Sabía que mi gesto era amargo, un peatón solitario dentro de una postal con colores estancados en aquellos que incitan a la melancolía, sin contar, que al fondo estaba el crudo pero lucrativo negocio de la muerte. Pensé en el paradójico e inútil final de un mosquito que flota en un café con leche olvidado en un escritorio, frío y con la mortaja de una telilla de nata. Una bebida que ni el propietario ni el insecto disfrutarían. Cuántas veces había sido testigo de tan grotesca situación.

Me sentía violentado por un brote de soledad, no como esa que poseía después de quedar con una antigua amada, y cruzar el entorno del “Turó Park” a media noche, con las verjas de hierro forjado dispensando un turbador vaho. Entonces, a pesar del ambiente, brincaba como un corzo.

Adjunto al muro, dejé que la tarde venciera para seguir con mis pensamientos. La soledad también reside en el que abre una conversación en un grupo y por falta de réplica se torna en monólogo, en un saludo no devuelto o en el que padece una enfermedad y la esconde al resto para no repartir el sufrimiento.

A pesar de la dejadez, me apoyé en esa singular pared, como si se tratara de la barra de un bar y yo un fanfarrón tenorio. Barrunté. Un actor sin público, un bosque sin pájaros, deshabitado; un escritor sin lectores, ese era yo. La soledad del que no es un ermitaño, esa es la que profundiza en una herida interna que te tuerce el gesto y rompe el habla y la ilusión.

Caminé para llegar a mi destino. Al rato vi a un mendigo acurrucado entre unos cartones. La temperatura había descendido. Me acordé de Gene Kelly en la famosa escena de “Cantando bajo la lluvia”, cuando al finalizar la coreografía callejera, le regala el paraguas a un señor mayor que se estaba empapando. Aunque distaba de estar eufórico como el actor, me quité la chaqueta, que ya había cumplido de sobras su función en los últimos años, y se la di a ese hombre. Me lo agradeció, más que con palabras, con una tierna mirada. Ambos estábamos satisfechos.

El que siente la soledad, aunque viva rodeado por una multitud, necesita poco: una palabra, un apretón de manos, o simplemente una risa limpia a un comentario que ha lanzado. Yo mismo, una vez de vuelta a casa, acogido por el desorden de mi sala de trabajo, como solía hacer mientras me desvestía, empecé a dialogar conmigo sobre lo que había pasado.

Ahora estaba más acompañado: éramos yo (el que hablaba), mi otra parte (la que siempre escuchaba) y un atronador resfriado, que se comprometía a ser un insolente huésped en mi cuerpo, durante la próxima semana.


Xavi Dominguez