jueves, 22 de junio de 2017
viernes, 9 de junio de 2017
LA QUINTA PLANTA
LA QUINTA PLANTA
Desde la quinta planta puede verse la tierra jugando con el cielo; pueblos y ciudades de la mano.
Presentes en cada esquina, el sol sobre la pradera, las nubes sobre las montañas, música y armonía; no hay miedo, ni herida, ni temor ni guerra; no hay hambre ni enfermedad.
En la quinta planta se viven las alegrías cerca y las angustias lejos, pero solo en la quinta planta de mi casa de tres plantas puedo ver que todo es así.
Marta Albricias
EL HOMBRE DEL SOMBRERO
Al
principio no le quise dar importancia a los rumores que circulaban por el
hospital. Era evidente que enfermeras y auxiliares cuando se las destinaba a la
quinta planta, cambiaban su puesto con alguna novata o si no podían, simulaban
cualquier enfermedad, hasta el extremo que, con frecuencia, había que recurrir
a suplentes o estudiantes en prácticas para atender esta unidad clínica.
Yo sospechaba que estas resistencias se debían a que esa
era la planta en la que se concentraban los enfermos terminales y trabajar en
cuidados paliativos es emocionalmente muy duro. Solo Alicia, una veterana
auxiliar, permanecía inmune a las historias, que situaban en el servicio de
medicina paliativa a un señor de tez pálida, vestido de negro y con sombrero,
que cuando los enfermos estaban solos entraba en su habitación, les saludaba
quitándose el sombrero y salía sin decir nada.
Al parecer, la visita del hombre del sombrero sorprendía a
los enfermos pero no les alarmaba. Probablemente por ello, esta historia no se
había extendido más allá de los familiares de los pacientes, quienes atribuían
la extraña visita a alguna alucinación producto del cóctel de calmantes con el
que se les atiborraba, o, simplemente, a que alguien se había equivocado de
habitación.
Sin embargo, como oncólogo, me llegó a preocupar la
reacción del personal sanitario, que redundaba en una merma de la calidad de
los cuidados prestados a estos pacientes. Por eso pedí el traslado a la quinta
planta. Lo primero que hice al llegar a la unidad de paliativos fue hablar con
Alicia. Para mi sorpresa, ella también creía en la historia del señor vestido
de negro que visita a los enfermos terminales y les saluda con el sombrero. Le
pregunté, entonces, por qué no intentaba rehuir esta planta como hacían todas
sus compañeras. Me contó que desde que su hijo había muerto no le encontraba
sabor a la vida, para ella encontrarse con el señor del sombrero sería una
bendición.
Esta mañana, Alicia me ha dicho que el de la quinientos
veinticuatro explicaba que la noche anterior había entrado en su habitación el
consabido señor de negro. He ido a hablar con él y me ha confirmado lo contado
por Alicia. En respuesta a mis preguntas, ha reconocido que jamás había oído
hablar del señor del sombrero, que le había parecido un agradable caballero, y
que en absoluto se había sentido amenazado o asustado por su presencia. Por lo
demás, el paciente estaba consumido por el curso de su enfermedad, pero en sus
cabales, sus respuestas eran atinadas, no me ha dado la impresión de que
desvariase. Claro que pudo haber sufrido alguna ilusión perceptiva. A media
tarde se lo han llevado al depósito.
Hace un rato, me he cruzado en el pasillo de la quinta
planta con un señor de cara pálida y vestido de negro. Yo iba mirando unos
papeles, no le he visto hasta que lo he tenido a mi lado, entonces se ha quitado
el sombreo a modo de saludo. Me he quedado petrificado, él ha seguido andando.
Los enfermos ya habían cenado, se cena muy pronto en los hospitales, empezaba a
anochecer y no había nadie más en el aséptico pasillo.
La verdad es que me he dejado llevar por la fuerza sugestiva
de esta maldita leyenda. No debería haber abandonado precipitadamente el
hospital. Bueno, conducir me relaja, ahora lo veo todo claro, que burro he
sido, mira que dejarme llevar por un temor tan irracional. ¿Qué son estas
luces? Pero, ¡qué hacen todos estos coches en contra dirección por mi carril! …
Felipe Deucalión
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