UNDERGROUND
Marta Albricias
EN TRANSITO
Cansados de que todo les fuese dictado, de ver cómo su espacio creativo se teñía cada vez más de oficialidad dirigida - y en tantas ocasiones manipulada -, fueron en busca de nuevas vías de expresión que les permitiese ir más allá de lo establecido: eran seres diversos y su desarrollo no podía ser impuesto por nada ni por nadie.
Marta Albricias
EN TRANSITO
Esperando. Tiempo muerto. Transición entre momentos vitales. En ese tren que les transportará a
otro lugar, otro escenario, otra vida, nueva y diferente vida. Quizás mejor, o
quizás peor. No saben.
¡Cuántas personas distintas y parecidas,
en el mismo vagón!. ¡Cuantos motivos distintos y parecidos, les han llevado a
ese lugar! . Esas personas de distinta
procedencia, con sus luchas particulares, sus paraísos perdidos, sus esperanzas
de un futuro mejor, o quizás peor… esperanzas de ser capaces de sobrevivir a lo
que venga . Hay quien espera
pacientemente con la mirada hacia el infinito y la mente en blanco. Hay quien observa
a otra persona de las que allí se hallan. Hay quien aprovecha para leer ese
libro con el que se acompaña.
Entre todos conforman una escena
irrepetible, momentánea, que está pasando en una pequeña parte de la vida del
mundo. Comparten el mismo espacio, sin saber que esos momentos nunca más se
repetirán en ese grupo de personas concretas, a esa hora, en ese lugar. Y el fotógrafo, ¿lo sabe?
MAL VIAJE
Se
abrieron las puertas y entró un joven alto y delgado. Llevaba una gorra negra y
un chándal abierto con capucha del mismo color. Se adivinaba una sudadera lila
con algún motivo irreconocible. Sus orejas estaban adornadas con unos pequeños
auriculares. Movía el pie al compás de la música que se oía porqué la llevaba
muy alta. Se cerraron las puertas del vagón del metro casi en el mismo instante
en que el joven se apoyaba en una esquina y abría un libro. El compartimento
estaba lleno y no había sitio en el que sentarse. Parecía imposible como podía
concentrarse en la lectura con el ruido del metro y de su
música.
En la siguiente estación entró tal cantidad de gente que
no se podían cerrar las puertas. Era hora punta. El chico no se inmutó,
ni tan siquiera levantó la cabeza del libro o se recolocó, tan absorto estaba.
La verdad es que todos viajaban apretados como sardinas en escabeche. La
incomodidad era la nota común incluso para los que estaban sentados cuya
única visión eran los pasajeros que tenían delante, una muralla impenetrable de
piernas, bolsos y caras serias.
Súbitamente el vagón se paró dando un tirón. La luz
interior se apagó. El compartimento quedó en penumbra iluminado sólo con los
dispositivos de emergencia amarillentos. Sonó un suspiro generalizado y los
pasajeros se quedaron quietos como ratones asustados. Algunas personas estaban
resignadas pero los rostros de otras demostraban miedo. La avería, que era la
posibilidad más creíble y preferible a cualquier otra, empezaba a durar
demasiado. Algunos se estaban poniendo nerviosos y comentaban que era un metro
moderno, sin conductor. Una mujer de mediana edad, bastante atractiva,
empezó a temblar. Por su cara descompuesta y blanca como la leche caían gruesas
gotas de sudor. El hombre que estaba apretado junto a ella le preguntó si se
encontraba bien. Ella logró articular algunas palabras y dijo que padecía
claustrofobia. No pudo contenerse más y empezó a gritar histéricamente que
quería salir de allí y que iban a morir todos. La situación era espantosa.
Nadie podía moverse. El joven de los auriculares guardó el libro y sacó de su
bolsa, como pudo, una navaja. Los viajeros cercanos gritaron asustados. El
chico logró imponerse y los hizo callar. Estaba cerca de la salida y
empujó a las personas que le rodeaban, a pesar de sus quejas, forzando la
puerta con el cuchillo hasta que logró abrirla colocando su mochila para
impedir su cierre. Pidió que se apretaran todavía más para conseguir que la
mujer medio desmayada llegara a la abertura y pudiera coger aire. Ella fue
recuperándose y el color volvió a su rostro.
No tardaron mucho en encenderse las luces. El tren volvió
a ponerse en marcha. Todos respiraron aliviados. El joven sujetó bien a la
mujer. En la siguiente parada bajó con ella. Ya había personal del metro
y sanitario en el andén. Ésta le dio las gracias y él le regaló su
libro “Como perder el miedo a la claustrofobia”. – Yo lo conseguí- dijo, -tú
también puedes-.
Lali