domingo, 17 de julio de 2016

IMAGEN



UNDERGROUND
Cansados de que todo les fuese dictado, de ver cómo su espacio creativo se teñía cada vez más de oficialidad dirigida - y en tantas ocasiones manipulada -, fueron en busca de nuevas vías de expresión que les permitiese ir más allá de lo establecido: eran seres diversos y su desarrollo no podía ser impuesto por nada ni por nadie.


Marta Albricias




EN TRANSITO
Esperando. Tiempo muerto.  Transición entre momentos  vitales. En ese tren que les transportará a otro lugar, otro escenario, otra vida, nueva y diferente vida. Quizás mejor, o quizás peor. No saben. 

¡Cuántas personas distintas y parecidas, en el mismo vagón!. ¡Cuantos motivos distintos y parecidos, les han llevado a ese lugar! .  Esas personas de distinta procedencia, con sus luchas particulares, sus paraísos perdidos, sus esperanzas de un futuro mejor, o quizás peor… esperanzas de ser capaces de sobrevivir a lo que venga .  Hay quien espera pacientemente con la mirada hacia el infinito y la mente en blanco. Hay quien observa a otra persona de las que allí se hallan. Hay quien aprovecha para leer ese libro  con el que se acompaña.

Entre todos conforman una escena irrepetible, momentánea, que está pasando en una pequeña parte de la vida del mundo. Comparten el mismo espacio, sin saber que esos momentos nunca más se repetirán en ese grupo de personas concretas, a esa hora, en ese lugar.  Y el fotógrafo, ¿lo sabe?


Mariajes




MAL VIAJE
Se abrieron las puertas y entró un joven alto y delgado. Llevaba una gorra negra y un chándal abierto con capucha del mismo color. Se adivinaba una sudadera lila con algún motivo irreconocible. Sus orejas estaban adornadas con unos pequeños auriculares. Movía el pie al compás de la música que se oía porqué la llevaba muy alta. Se cerraron las puertas del vagón del metro casi en el mismo instante en que el joven se apoyaba en una esquina y abría un libro. El compartimento estaba lleno y no había sitio en el que sentarse. Parecía imposible como podía concentrarse en la lectura con el ruido del metro y de su música. 

En la siguiente estación entró tal cantidad de gente que no se podían cerrar las puertas. Era hora punta. El  chico no se inmutó, ni tan siquiera levantó la cabeza del libro o se recolocó, tan absorto estaba. La verdad es que todos viajaban apretados como sardinas en escabeche. La incomodidad era la nota común incluso  para los que estaban sentados cuya única visión eran los pasajeros que tenían delante, una muralla impenetrable de piernas, bolsos y caras serias.  

Súbitamente el vagón se paró dando un tirón. La luz interior se apagó. El compartimento quedó en penumbra iluminado sólo con los dispositivos de emergencia amarillentos. Sonó un suspiro generalizado y los pasajeros se quedaron quietos como ratones asustados. Algunas personas estaban resignadas pero los rostros de otras demostraban miedo. La avería, que era la posibilidad más creíble y preferible a cualquier otra, empezaba a durar demasiado. Algunos se estaban poniendo nerviosos y comentaban que era un metro moderno, sin conductor.  Una mujer de mediana edad, bastante atractiva, empezó a temblar. Por su cara descompuesta y blanca como la leche caían gruesas gotas de sudor. El hombre que estaba apretado junto a ella le preguntó si  se encontraba bien. Ella logró articular algunas palabras y dijo que padecía claustrofobia. No pudo contenerse más y empezó a gritar histéricamente que quería salir de allí y que iban a morir todos. La situación era espantosa.  Nadie podía moverse. El joven de los auriculares guardó el libro y sacó de su bolsa, como pudo, una navaja. Los viajeros cercanos gritaron asustados. El chico logró imponerse y los hizo callar. Estaba cerca de la salida  y empujó a las personas que le rodeaban, a pesar de sus quejas, forzando la puerta con el cuchillo hasta que logró abrirla colocando su mochila para impedir su cierre. Pidió que se apretaran todavía más para conseguir que la mujer medio desmayada llegara a la abertura y pudiera coger aire. Ella fue recuperándose y el color volvió a su rostro.  

No tardaron mucho en encenderse las luces. El tren volvió a ponerse en marcha. Todos respiraron aliviados. El joven sujetó bien a la mujer.  En la siguiente parada bajó con ella. Ya había personal del metro y sanitario en el andén.  Ésta le dio las gracias y él le regaló su libro “Como perder el miedo a la claustrofobia”. – Yo lo conseguí- dijo, -tú también puedes-.


Lali

viernes, 1 de julio de 2016

CHATEAR





 CHATEANDO VOY, CHATEANDO VENGO
He conocido a una chica por internet. Se llama Mercedes y nuestro intercambio de e-mails ha seguido una progresión geométrica. Ya nos hemos contado nuestras vidas, quizá no con detalle, aunque sí en sus aspectos fundamentales. Ha llegado el momento de pedirle una cita, de pasar a la acción. Pero no acierto con el tono adecuado para pedírselo, o me sale demasiado formal, y entonces creo que haré el ridículo, o me sale tan desenfadado que temo pasarme de la raya y caer en el descaro.

En esas estaba, intentado redactar por enésima vez el condenado e-mail, cuando apareció mi colega Paco

¿Qué pasa tío? –me preguntó.

Nada, tío, que no sé cómo chatear con una churri.

Eso se arregla muy fácil. Tú vente conmigo.

Seguí a mi colega hasta la tasca de la esquina.

Ponga dos chatos, buen hombre, que mi amigo necesita chatear –dijo Paco nada más entrar.

Que no, tío, que yo me refería a …

Pssit–me cortó mi colega, y luego añadió-. Tú a callar y a beber

La verdad es que Paco tenía razón y al quinto vino que nos tomamos lo vi claro. Dejé a mi colega en la tasca, para que pagara los chatos consumidos, me fui a mi casa, me senté ante el ordenador y escribí:

“Mercedes, guapi, tengo muchas ganas de conocerte.
¿Qué te parece si nos vemos mañana a las doce delante del Zurich? Si no te va bien, dime tú el día, la hora y el sitio.”


Felipe Deucalion