viernes, 19 de octubre de 2018

EL MENSAJE



EL MENSAJE
Clara conoció a Abel cuando era muy joven. El estaba muy enamorado de ella pero ella sólo le quería. Él era muy celoso porque Clara tenía muchas amistades masculinas y tenía terror a perderla. Muchas veces ella le abandonaba porque decía que necesitaba estar sola para comprobar si estaba enamorada o no de él. Al cabo de 8 años decidió dejarlo porque se sentía aún joven, con 28 años, y él le llegó a decir que si le dejaba por otro que la quisiera más que él aún lo entendería pero que como ella era muy guapa y con carácter muy difícil, la mayoría de hombres buscarían sólo sexo en ella.
Le pidió como favor no verse nunca más para así poder olvidarla y le dijo que muchas veces de acordaría de él. Ella cumplió su deseo pero su próxima relación fue con un hombre que sólo la deseaba y no la quería. Pensó en llamarle muchas veces pero no se atrevía. Al cabo de muchos años, con 35, llegó a su trabajo y le dijeron que ya no trabajaba allí. Decidió enviarle un mensaje por Facebook , ya con 48 años. Lo encontró pero sin foto, sólo tenía a su familia como contactos. Se imaginó que no estaba casado, aunque podía tener pareja. Le envió una solicitud de amistad que no respondió. Ella le conocía muy a fondo y dudaba si no usaba Facebook o si no quería saber nada de ella.
Decidió enviarle por un mensaje por messenger. No estaba segura si le llegaría porque nunca estaba contectado. Allí le pidió perdón y le dijo que quería que le llamara, le pasó su teléfono, sólo para hablar.
¿El mensaje lo leyó? Cree Clara que siguió fiel a su petición.

Inma





EL SOFA
-Lo sé todo.
No hubo gritos, la sola presencia física de Abelarda, que había pronunciado la frase con la solemnidad que se anuncia una defunción, bastó para paralizar a su marido, que se quedó de pie, sin saber qué actitud adoptar. Al sentirse descubierto, estiró los brazos en signo de rendición. Drómidos Apostolakis (así se llamaba el sujeto), un varón de mediana edad y facciones que no merecían ni elogio, ni vilipendio, dio medio paso. El torso de su esposa subía y bajaba alterado y su mirada era una invitación a una reyerta marital de máximo grado.
-Descubrí tu secreto: el sofá, el sofá del pecado –remarcó descorazonada.
La estocada fue definitiva para Drómidos, incapacitado incluso para generar un balbuceo.
-Has puesto la cara de tener números rojos en la cartilla, pero tus deudas son morales.
-No sabía cómo contártelo...
-¿Desde cuándo? ¿Empezó en el despacho o antes?
-¡Tuve que haberme sincerado hace años! –negó él condicionado por la rabia.
-Mis amigas, el entorno, todos desconfiaban de ti. Me advertían. Igual que el anillo de pedida o el de casada, tenía otro: el de la “duda”, este, auténtico, por desgracia.
Antes que la afectada se desahogara con improperios, el marido quedó insonorizado por pensamientos que ridiculizaban a su esposa. Abelarda tenía las piernas anchas, buche y papada y aunque exenta de vello facial, la afición de Drómidos por los tebeos, relacionaba su figura con una simbiosis entre el cuerpo de la Srta.Ofelia de Mortadelo y Filemón, y el mostacho de su jefe, el superintendente Vicente. Esta comicidad, no reflejada en la expresión, lo salvaguardó del aguacero de calificativos despectivos que iban a proyectarse sobre él.
-Como a muchos, te había clasificado como “insecto polinizador”, amante de ir probando de flor en flor, pero me equivoqué, eres un escarabajo pelotero, rastrero, pervertido e insaciable. Antes eran indicios, ahora ya poseo pruebas y la admisión de tus infidelidades.
-Insúltame, ha sido fácil para ti, tanto como servir las patatas a medio cocer en los guisos.
Agraviado por ir del brazo de una mujer que usa siempre los mismos vestidos. Un semáforo tiene más estilo y variedad de colores que tu ropero. Paseando éramos la imagen de una cápsula del tiempo: tú en la década de los setenta y yo en la actual. Servil y pelota, sí, lo admito, ¿cómo sino podía arrodillarme cada mes ante tus pinreles y luchar denodadamente con las uñas de tus pies?
-Sabes que me mareo en el callista...
-Mi cabeza hubiera corrido menos peligro en un campo de tiro al arco, pero al final, lograba cortarte las infectadas de los dedos gordos, conchas de caracoles adultos.
-¡Desvías la atención! ¡Esto no te exime de tus golferías!
-Degrádame, pero no me llames infiel. ¡No lo soy! –protestó él, vehemente.
Fue entonces, cuando Abelarda desdobló una cuartilla.
-Juan Ramón, lo conoces, ¿o también lo niegas?
-Tú también. Hace 15 años que estamos en la misma sección.
-“Pandora, Ursulina e Indalecia. Pásalo bien con ellas.” La nota estaba metida en uno de los cojines.
    En inusitada reacción, el acusado se estiró en el sofá adoptando una anodina postura de modelo pictórica.
-¡Qué hombre tan discreto! –exclamó Drómidos con una altísona imprecación, exhibiendo los dientes, agresivo-. Pero este mensaje, aun siendo contradictorio, es la prueba que me inculpa, pero me salva.
-No has pintado el piso –respondió ella extrañada, oteando-. No son los vapores de la pintura. ¿Por qué compraste este sofá viejo del trabajo? ¿Es la cabeza del león de un cazador, su trofeo? ¿El lecho de licenciosos encuentros con esas casquivanas?
De un salto, el marido se abrazó a su mujer, que intentó repeler el gesto cariñoso.
-Nunca he estado con otra que no fueras tú.
-¡Y la nota!
-El balón de oxígeno de un depravado. Sí, siempre actuando deprisa...
-¿Qué argumentas? ¿No entiendo?
Drómidos se fue al sofá, tocándolo como si lo estuviera lijando.
-El cuero es una esponja que moldea los cuerpos y atrapa los sus olores o eso cree identificar mi mente. Las chicas de la oficina, con quien nunca tuve nada indecente, depositaron un regalo para mi sentido olfativo: sudor, perfume...
-De ahí el plástico protector, para no adulterar la fragancia. Y cada vez que entraba y fingías buscar las llaves, traicionabas nuestro matrimonio. 
Abelarda, con las manos cogidas a los hombros, pensativa, lanzó un soliloquio.
-¡Cornuda por un sofá! ¿Cómo se enfrenta una a esta situación? Devolverle la moneda sería liarme con una de las sillas giratorias de su despacho...
-¿Estás más tranquila, cariño?
Las cejas de la interpelada se ondularon incrédulas.
-Cariño... En tu boca no suena igual. Ha sido como si hubiera escuchado “intumescencia”. Lo pronuncias, pero no me llega el calor. Este mensaje, y lo que conlleva... Destapar tu devoción perruna, nos obliga a tomar decisiones. Si fuera guionista, sería la peor, pues no seré original en la propuesta. Antes de que destruyas esta unión, ¿el sofá o tú? Escoge.
Drómidos se acercó a su esposa, desconcertado.
-¿Quieres que uno de los dos se marche? Puedo tratarme. Intentaré dejar la adicción de forma paulatina. Dame tiempo.
-¡Has tenido toda la vida para cambiar! Quiero acabar con esto, ¡ahora!
De haber sido uno de esos personajes de viñetas que tanto adoraba, le habría salido un tupé después del bramido de su señora.
-Sí, ¡ahora! –replicó él en una combativa imitación-. Ahora llamo a un camión de mudanzas. El sofá y mis pertenencias. No me encarcelaré con una intransigente.
-De acuerdo –dijo Abelarda subiendo el brazo izquierdo con falsa serenidad-. Pudiste acabar con tu “amante”-comentó señalando el sofá-, pero prefieres inmolarte.
-¿Has perdido el juicio?
-Lo he ganado. El trato era: acabar con el sofá o contigo. No esperaremos al alba para proceder a cumplir tu deseo.
    Y sin que Drómidos alegara argumentación alguna, de la recia espalda de Abelarda, levantó el vuelo un hacha con el filo oxidado.

Xavi Dominguez

viernes, 5 de octubre de 2018

LA MUERTE


CRUEL
Cruel es el hombre que me abandona
y mi vida desmorona
¿Por qué ? por qué me tuve que enamorar de él
Por qué...por qué hay gente tan cruel!
A veces mi alma sueña con ser feliz de nuevo
pero otras se encuentra tan falta de armas! Inerte!
A veces mi corazón sueña con un soplo de vida
pero otras se encuentra tan abatido y desfallecido: Inerte!

Inma Sanz



LA HORA
Durante el trayecto de mi casa al hospital empecé a perder consciencia. Todo lo que veía tenía un tinte cian y de repente me sentí muy pesada y cansada. Mi respiración se volvió muy trabajosa pero ya no me angustiaba; sentí que me estaba quedando dormida.

Al llegar al hospital me llevaron corriendo a una sala que parecía un quirófano. Me colocaron en una camilla y todo lo que recuerdo es que cerré los ojos y de nuevo no sabía lo que estaba pasando solo que estaba segura de que me empezaba a sentir muy bien.

Unos minutos más tarde, abrí los ojos y todo a mi alrededor brillaba; me sentía como en una nube y una gran alegría me invadía: ni rastro de la enfermedad, solo una gran sensación de paz. Si aquello era morirse, si era la muerte la que me había llevado hasta allí, me hubiese gustado poder volver solamente por unos minutos hasta la camilla para explicárselo a todos los que angustiados esperaban saber sobre mi. De repente…un ser indescriptible, incatalogable.... se acercó a mi nube y me dijo: -"Lo siento, tengo malas noticias: en un par de horas, deberás volver y seguir cuidándote mucho”. Todavía no es tu hora.


Marta Albricias




HARAPOS
El olor era indefinible. En ese cubículo umbrío, se percibía la perseverancia de fósforos, pólvora quemada y la rancia humedad de un sótano sin ventilar.
Después de presentarse, Mario Parson quedó clavado en la silla, con la atención fija en la anciana que tenía delante. Dos esféricos puntos negros, ojos vivaces en un caparazón decrépito, lo examinaron sin pestañear. La mujer estaba rígida y ninguna de las huellas que dejan los años en el rostro, se movieron. Tras una meteórica revisión al intruso, las tramoyas que le regían la expresión, se accionaron para que la visita entendiera que recelaba de su presencia.
-¿Qué fuma? –pronunció ella.
El vaho del visitante se veía a contraluz. Este, respondió cerrando los párpados.
-Vengo a formular algunas preguntas, no a responderlas.
En el silencio que se perpetuó, Parson descubrió una especie de briznas de paja, rayadas por un enfermizo color hueso de hoja de papel de anticuario, que predominaba ante el gris de los pelos que componían una cabellera descuidada. Más que un adefesio, era una imagen extraña, atemporal, como si una estatua hecha con carne, hablara.
Notando que una incerteza revestida de frialdad, ganaba enteros dentro de su fuero interno, contestó, sorteando un accidente en la dicción, factible ante la ligera tiritera que ya le llegaba al torso.
-El aliento. Ese es el humo. Hace frío en la calle.
-Está nervioso. Soy adivina, pero vieja. Mi aspecto le sobrecoge.
-¿Qué edad tiene? –dijo él aspirando aire para recomponerse.
-La de un muerto, hago tarde. ¿Se imagina que fuera testigo de mi viaje? 
Una sonrisa que pretendía ser dulce, no embaucó al hombre.
-Cuántos novios han visto partir a su pareja o han caído en una zozobra emocional al quedarse sin su amor, en un puerto, en una estación... Pero usted no me lloraría.
-No la conozco –repuso cambiando el apocamiento por enfado.
-Es insensible –protestó la adivina estirando la espalda, rompiendo el estatismo-. Acaba de preguntarme por mi años. Esté atento. Resolveré esa duda.
-¡Mamá! –masculló él, en una exclamación inadecuada para el reposo de la medianoche, al intuir por un instante, los rasgos de su progenitora delante de él.
-Sí, ambas tenemos la misma edad.
-¡Se lo inventa! Ni siquiera yo lo recuerdo. Hace tanto que no hablamos... Poco sé de ella, estamos desconectados.
Los travesaños de su silla traquetearon. La actitud tajante de la pitonisa, descompuso a Parson.
-Guárdese esos billetes. Dinero para tener más dinero... 
Después del desprecio al ver que se abría una cartera, la risa de la anciana quedó incompleta en una funesta sonoridad.
-Yo quiero saber...
-¡Bah! –refunfuñó la vieja-. Es un delincuente. Además, reniega de su madre, una de las peores credenciales.
Con una de las pausas de las que abusaba para insuflar firmeza a las locuciones, la adivina culminó sin turbarse.
-Márchese.
El visitante despejó la cortesía que se le atribuye a un huésped, para ser despreciativo, doblando el labio inferior como un forajido que reta a un tiroteo a alguien que cree inferior. 
-Es un fraude, está acabada. Vive de la caridad en este chamizo.
-¡Idiota! –correspondió ella frenando la humillación-. Usted está ahora en este sótano, quizás para siempre. Salga, es temeroso y débil en demasía. Los teme a ellos y también a la muerte. Eso, más que a nada. Ladrón, cobarde y con rencor maternal...
 La voz de la adivina perdió decibelios, que prosperaron, a la vez que los codos, en una gesticulación que remarcó la displicencia por el tipo que tenía enfrente.
-¡Qué pésimo bagaje para su zurrón!
-Astucia la suya –contestó aplacado Mario Parson-. El sudor me delata. He venido corriendo.
 Añadió con titubeos, disimulando un estado de consternación, visible en su faz.
-Puede que eso sea cierto –empezó explicando la anciana con una mirada desdeñosa, similar al empujón que se da a alguien que importuna-. Lo echaron del tranvía por no llevar billete.
-¿Quiénes son ellos? –preguntó el hombre con insofocable reacción entre el sudor y la urticaria nerviosa.
-¿Por qué pregunta lo que ya sabe? Eso es de tontos. Conoce muy bien los nombres de sus compinches.
-¿Alfred Basset? Es un juego entre dos. Él ha alquilado esta habitación y la ha contratado. Han preparado esta charada para hacerme cantar.
Otra carcajada de la vieja duplicó las ronchas en la piel de Parson, que instintivamente tiró el tronco hacia atrás. Notó la incomodidad del gélido sudor zigzagueando, en contraposición con la cara que le ardía tal como si se hubiera afeitado en seco con un rastrillo.
-El ser humano es fuerte, puede aclimatarse a vivir sin luz en un cubículo, alimentado por la esperanza de salir de él, es el espíritu de la supervivencia; pero también es malvado para cumplir objetivos más pretenciosos. Se acostumbraron a matar, Sr.Parson, ni siquiera es decente que siga dirigiéndome a usted con este tratamiento tan respetuoso.
-¡No soy un asesino! Hago vigilancias, conduzco coches, camiones... Sí, soy un cobarde, no podría hacerlo. Nunca he matado a nadie.
-Pero ha asimilado convivir con esta rutina a su alrededor.
-Repite lo que le han dictado...
    La vieja articuló los brazos como si pretendiera airear el humo de una hoguera. Replicó con una dicción que parecía alejarse en un túnel. Si el delincuente estaba enrojecido, ella aparentaba estar recubierta por una capa de cera que desvanecía su figura.
-Ese rasguño en la mano, se lo hizo en el cobertizo de su casa esta mañana.
-Nadie lo sabía –respondió él atónito, apartando la silla y poniéndose de pie-. Es una bruja, ¿qué quiere de mí?
-Le dije que se fuera. Es tarde –confesó la vidente con una respiración dificultosa-. Pero le curaré las heridas. Tengo la edad de los muertos, pero el vigor de los vivos...
Parson comprendió el significado de aquella declaración: su madre estaba fallecida, igual que la adivina. Horripilado y con el sistema nervioso en zafarrancho de combate, hizo ademán de irse, pero no pudo. Como en los sueños fatídicos, las piernas no se despegaban del suelo. La palidez que rodeaba a la mujer, la succionó en una albugínea y densa neblina, aunque algo seguía moviéndose en ese turbio espacio.
-Le curaré las heridas con mis manos... 
La última palabra resonó con maléfica afonía. Aunque su intención era salir a la carrera, el criminal se aproximó a los dedos de ella. Un zarpazo le desabrochó la camisa, y sin tiempo para defenderse, las garras de un gato le taparon la visión. Amarrado en su nuca, el animal le había destrizado la ropa y causado cuantiosos cortes. 
La lucha se prolongó dos minutos, sin maullidos, solo con las súplicas y alaridos de la víctima, incapaz de zafarse del verdugo, hasta que recuperó la movilidad y se encontró
dando tumbos por la habitación, cogido a sus sienes. El gato, la atmósfera lechosa y la adivina, no estaban. Parson, ahora tenía el aspecto de un vagabundo. Se sentía como
si le hubieran estado restregando cabezas de cerillas gigantes por los brazos y el pecho. Las heridas le escocían, aunque el sangrado no era profuso. Reflexionó. Antes que la ropa quedara deshilachada, su honor ya se había descompuesto. La mujer tenía razón, él era medroso, delincuente y un mal hijo. Esas garras humanas o felinas, reales o fruto de una ensoñación o crisis alucinógena, le habían salvado de seguir hospedado en la criminalidad. Sí, como había anunciado la inquilina de ese cubil antes de reconvertirse, las heridas se las curaría con las manos. Así fue. Lo nocivo había sido sajado de su interior, aunque para ello tuviera que haber quedado parcialmente descarnado, con un cuerpo compuesto por harapos de piel.


Xavi Domínguez