viernes, 14 de septiembre de 2018

VERANO DEL 2018

                           

EL HOMBRE QUE ODIABA LOS LUNARES


La música sigue con el homenaje a las canciones de los ochenta. Las luces me aturden. He salvado codos como machetes en la aglomeración de la pista. Me siento oprimido, evitando a torpes que se mueven como un péndulo o dando marcha atrás, y varado por diseminados islotes, poblados por tipos apuestos o que creen serlo. Estos varoniles ejemplares, arquean las piernas, abren los brazos y ensanchan el torso para ganar más espacio y ser admirados por la prole femenina. Serios, rígidos, ceñudos, izados como banderas en la almena de un torreón, permanecen estancados, avizorando y compartiendo una estrategia ofensiva común, con el fin de regar el canal auditivo de sus víctimas, con plúmbea cháchara cuya última parada sea la alcoba.
    Me zafo de ellos y encuentro un claro donde no soy molestado, es entonces, cuando un ciclón interno arrasa mis emociones, desbordándome. Con provocadora sutileza, una bailarina retrocede hacia mí con cortos pasos. Aunque suena una canción actual, yo escuchó la singular voz de Machín, cantando “Mira que eres linda”. Ella es un maniquí de edad irresoluta, pero que ha atrapado la hermosura de la adolescencia. Acciona el cuello a ambos lados y la hilada de su límpida cabellera salta con ritmo sin desbaratarse, permitiendo que asome una sonrisa picaresca. Labios amplios pero no burdos, sin mácula alguna, a los que les serían perdonados la locución de improperios.
    A escasos centímetros, aprecio su vestido entallado, que cada vez tengo a menor distancia. Es verde, con pequeños lunares blancos, un “palabra de honor” de satén, tela que asumo propicia al imaginarme pareja al tacto de su piel. Un duelo de tersuras que me produce un recio escalofrío.
    Ángel sin alas, divinidad surgida de la medianoche, hada de una fábula. Medio palmo
y colisionaremos. Saltan las alarmas, las órdenes del cerebro no han hecho más que ralentizar mi cadencia y acelerarme la tensión. Repito en el pensamiento: “¡Ya está aquí!”. Ese frágil ser sonríe, sabe que estoy aplacado, con la espalda tiesa de un condenado en el paredón.
    Mis pies parecen estar inmersos en una gaveta con cemento y apenas logro inclinarme. En medio minuto la culpable de mis sofocos se escora para virar su periplo por la discoteca y queda anclada unos metros a mi derecha.
    No me aborda una sensación de desánimo, al contrario, esos instantes han sido una dádiva, he disfrutado cada segundo, excelso bouquet sensorial el que me queda.
    Sentenciados a la equivocación están aquellos que solo creen en el goce lujurioso. Un rebaño, que además ejemplifica la debilidad del género masculino, con una ceremonia de cortejo, empleada con grotescas y antediluvianas afectaciones.
    Efímera trayectoria es la que concluye en la cúspide pasional. Solo había que fijarse en la centella verdosa que resplandecía durante la velada, para recrear los suspiros perfumados de sus poros, una exhalación etérea de una mujer de tan pura distinción, a la que uno quisiera acunarla y protegerla, meciéndola con tino, amarrando la vehemencia para no hacerla quebradiza. Es inevitable que aflore la ternura.
    Siempre he detestado los lunares, aún así, esta prenda es tan deseable como ella, que con firmeza en cada zancada, imprime adrenalina a mi sangre, una convulsión que también noto en otros integrantes de la sala.
    Avanza con pasos de baile, cautelosos, con la barbilla ligeramente alzada, no por estar envanecida, sino por la seguridad con la que se rige. 
Impera entre sus congéneres y en el resto, no existe un rasguño anómalo que reprocharle, nadie la supera. Por encima de ella está el techo de la sala y el firmamento. He perdido la noción de los temas, llevo rato bailando a medio gas, ausente. Me obligo a retomar la cordura de los que estamos abonados a ser ignorados; pensar en una mujer de este calibre puede trincharme el raciocinio. Si fuera su deseo, esta grácil damisela podría volver a casa con una alfombra de hombres, gran parte, varones con lúbrico temperamento, indignos incluso para ser pisoteados por los “stilettos” de tal beldad. No sabrían apreciar el placer de ser el pavimento de una volátil deidad.
¿Cuál será su nombre? Me pregunto, bajando por Santa Caterina de Siena. Me encojo de hombros. No requiero de uno para archivarla en la memoria, es una silueta de rastro imperecedero. Ella será para siempre, la musa del vestido verde con lunares.


Xavi Domínguez