UN PAR DE HUEVOS
FRITOS
Friendo huevos al
alba estaba, en aquella oscura cocina , su cocina, de un pueblo
apartado de Galicia, su pueblo. El ruido del aceite saltando sobre
las claras y transformándolas en encaje comestible, el aroma del
frito, el calorcito que salía de la sartén y templaba la frialdad
de esa mañana de otoño. Todo ello la hizo recordar aquellas
mañanas de su adolescencia cuando la familia despertaba con el canto
del gallo y se disponían a alimentarse para tomar fuerzas, pues el
trabajo del campo iba a ser duro.
¡Cuánto había
llovido desde entonces! Juana, al igual que su hermana, habían
emigrado a la ciudad, ¡menos mal!, diría muchas veces. De haberse
quedado en el pueblo, su vida no habría podido ser tan interesante,
no habría podido desarrollar una profesión, ni conocer personas y
actividades con las que se había enriquecido, que la habían
transformado.
Ahora, el único
hermano que le quedaba, que nunca quiso abandonar el pueblo ni la
casa de la familia, se debatía entre la vida y la muerte en el
hospital más cercano. Había venido a verlo en cuanto tuvo noticia.
Llevaba una semana yendo al hospital para acompañarlo. Su aspecto
empeoraba de un día a otro. No había ninguna esperanza de posible
mejoría. Aunque no tenía que salir a trabajar al campo, Juana
necesitaba comerse ahora un buen par de huevos fritos.
Mariajes
MALDITOS HUEVOS
MALDITOS HUEVOS
Su mujer se lo advirtió, estos huevos fritos para cenar no
te van a sentar bien. Gerardo, precavido, se tomó una manzanilla antes de salir
de casa. Debía vigilar a la amante de un importante empresario. Aparcó enfrente
de la ventana de la querida del empresario, sacó la cámara de fotos, le colocó
un potente teleobjetivo y se revolvió inquieto en el asiento. El ardor de
estómago le estaba dando los primeros avisos, a pesar de la manzanilla
ingerida.
Gerardo dejó la cámara en el
asiento del copiloto y observó que unos metros más adelante había un bar
abierto. Pensó en tomarse otra infusión, pero lo desechó por inútil. Una arcada
le subió con fuerza y un rictus de amargura se plasmó en
su cara. Las consiguientes náuseas le confirmaron que no tardaría mucho en
vomitar ¡Qué mierda! Pensó, esto de joven no me pasaba,
En aquel instante, se iluminó la
ventana de la amiguita del empresario. Se podía observar su espléndido busto
que estaba siendo acariciado por un musculoso joven. Gerardo cogió la cámara y
enfocó a la ventana, tarea complicada por las arcadas que le subían. Tuvo que
desistir y, ante el riesgo de manchar la tapicería, salió del coche. Corrió
hasta el bar que estaba unos metros más adelante y, sin pedir nada, entró en el
lavabo. Un poco después, las convulsiones de sus vómitos coincidieron con las
de la pareja al alcanzar el paroxismo del amor.
Felipe Deucalion