viernes, 27 de mayo de 2016

HUEVOS FRITOS



UN PAR DE HUEVOS FRITOS


Friendo huevos al alba estaba, en aquella oscura cocina , su cocina, de un pueblo apartado de Galicia, su pueblo. El ruido del aceite saltando sobre las claras y transformándolas en encaje comestible, el aroma del frito, el calorcito que salía de la sartén y templaba la frialdad de esa mañana de otoño. Todo ello la hizo recordar aquellas mañanas de su adolescencia cuando la familia despertaba con el canto del gallo y se disponían a alimentarse para tomar fuerzas, pues el trabajo del campo iba a ser duro.

¡Cuánto había llovido desde entonces! Juana, al igual que su hermana, habían emigrado a la ciudad, ¡menos mal!, diría muchas veces. De haberse quedado en el pueblo, su vida no habría podido ser tan interesante, no habría podido desarrollar una profesión, ni conocer personas y actividades con las que se había enriquecido, que la habían transformado.

Ahora, el único hermano que le quedaba, que nunca quiso abandonar el pueblo ni la casa de la familia, se debatía entre la vida y la muerte en el hospital más cercano. Había venido a verlo en cuanto tuvo noticia. Llevaba una semana yendo al hospital para acompañarlo. Su aspecto empeoraba de un día a otro. No había ninguna esperanza de posible mejoría. Aunque no tenía que salir a trabajar al campo, Juana necesitaba comerse ahora un buen par de huevos fritos.


Mariajes





MALDITOS HUEVOS
Su mujer se lo advirtió, estos huevos fritos para cenar no te van a sentar bien. Gerardo, precavido, se tomó una manzanilla antes de salir de casa. Debía vigilar a la amante de un importante empresario. Aparcó enfrente de la ventana de la querida del empresario, sacó la cámara de fotos, le colocó un potente teleobjetivo y se revolvió inquieto en el asiento. El ardor de estómago le estaba dando los primeros avisos, a pesar de la manzanilla ingerida.

Gerardo dejó la cámara en el asiento del copiloto y observó que unos metros más adelante había un bar abierto. Pensó en tomarse otra infusión, pero lo desechó por inútil. Una arcada le subió con fuerza y un rictus de amargura se plasmó en su cara. Las consiguientes náuseas le confirmaron que no tardaría mucho en vomitar ¡Qué mierda! Pensó, esto de joven no me pasaba,

En aquel instante, se iluminó la ventana de la amiguita del empresario. Se podía observar su espléndido busto que estaba siendo acariciado por un musculoso joven. Gerardo cogió la cámara y enfocó a la ventana, tarea complicada por las arcadas que le subían. Tuvo que desistir y, ante el riesgo de manchar la tapicería, salió del coche. Corrió hasta el bar que estaba unos metros más adelante y, sin pedir nada, entró en el lavabo. Un poco después, las convulsiones de sus vómitos coincidieron con las de la pareja al alcanzar el paroxismo del amor.

Felipe Deucalion

viernes, 13 de mayo de 2016

INVISIBLE




LA INVISIBLE SABIDURÍA DE AMON-RA
El Jefe de la aldea, Zenekh, juraba y perjuraba que la cosecha había sido nefasta, y que este año no podían aportar más grano al Templo. El Escriba, que hacía rato que no le prestaba atención, acabó de copiar las entradas del día anterior, echó arena al pergamino y lo dejó a un lado. Después cogió de nuevo la relación de entregas del día de hoy, la extendió sobre la tablilla que tenía entre las rodillas, y comprobó una vez más la cantidad de grano que debía aportar el Jefe de la aldea. Le miró impertérrito, le rogó que callara un poco, y le volvió a informar que faltaba casi la mitad de la cebada que debía entregar. Eso es imposible, se quejó Zenekh, tiene que haber un error. Ah, un error, le contestó el Escriba al tiempo que se levantaba, pues aguarde un momento que voy a consultar.

Cada año algún listillo trataba de escamotear parte de la cosecha que correspondía al Templo. El Escriba sabía cómo proceder. Fue al archivo, recogió los registros del pozo y después buscó al Supervisor de los sagrados graneros de Karnak.

Lo encontró almorzando unas gachas y dos perdices escabechadas. Tras informarle del caso, el supervisor consultó los registros del pozo y comprobó que la subida de las aguas subterráneas atestiguaba que todas las tierras de labor de la aldea de Zenekh habían sido convenientemente inundadas aquel año, y que la cosecha en absoluto había sido mala.

El Supervisor encargó dos perdices para el Escriba. No convenía apresurarse. Remataron el almuerzo con unos pastelitos de almendra y miel, calcularon que el Jefe de la aldea ya debería estar bastante angustiado, y fueron a verle.

Nada más entrar, el Supervisor le clavó su mirada, resaltada por unos párpados oscurecidos por el maquillaje. El pobre hombre bajó los ojos. Amon-Ra lo ilumina todo, lo ve todo y lo sabe todo, ¿o no es así?, preguntó iracundo el Supervisor. Así es, gran señor, Amon-Ra es el grande, el más poderoso de los dioses, respondió Zenekh, que empezaba a sospechar que el conjuro, que le vendiera aquel mago, no había surtido el efecto deseado: ocultar a Amon-Ra la magnitud de la cosecha. Y entonces, prosiguió el Supervisor, ¿cómo osas decir que hay un error en sus cálculos?, y antes de responder, recuerda que Amon-Ra es juez implacable. Y también de corazón misericordioso, añadió el Jefe que buscaba desesperado una vía de escape. Muy hábil, reconoció el Supervisor que las cogía al vuelo, pero antes de hablar de misericordia, contesta, ¿de quién es el error? Mío, gran señor, sin duda que debe ser mío, admitió Zenekh. Y el Escriba sonrió con aire de suficiencia.

Camino de su aldea, el Jefe entonó de corazón un himno de alabanza a Amon-Ra, el Sabio. Luego empezó a cavilar en cómo resarcirse del mago.

Felipe Deucalion