A LA HORA DE LOS POSTRES
Aquel día llegué tarde y la
puerta de la cocina estaba cerrada, me quedé muy quieta y atenta. Buscaba
carne, solo carne, las mermeladas y el resto de viandas estarían a salvo, pero
la carne no. Esperaba a que alguien saliera
de la habitación y abriese la puerta de la cocina pero de repente, me
estrellaron contra la cortina, las flores de encaje se arrugaron y los claveles
de invierno quedaron a la vista por un momento a través del cristal pero
pude escapar, y volví a esperar, esta vez en el quicio de la ventana del pasillo.
De repente se abrió la puerta y pude colarme en la cocina pero ni rastro de
carne. Al cabo de unos segundo me sentí atrapada para poco a poco darme cuenta de que un dulzor excesivo me envolvía y
que cada tanto, todo temblaba. Así me mantuve hasta que, con gran esfuerzo pude
moverme de nuevo: saqué una pata, saqué la otra y fue entonces cuando pude
abrir mis alas de nuevo…para salir volando de allí, decidida a nunca más volver
a la hora de los postres.
Marta Albricias
PALABRERÍA
EN UN MUNDO SIN INGENIO, DONDE LA VAGUEZ INTELECTUAL ES OTRA PATOLOGÍA QUE INVADE LA MENTE HUMANA, DETERMINADAS TIENDAS SOCORREN A LA POBLACIÓN...
-¿En qué puedo servirle?
Había hablado un dependiente con actitud solícita, cuello
erguido y brazos en la primera posición de bailarina de danza clásica.
El mostrador de madera, era ancho como el de las antiguas
mercerías y de las paredes colgaban cuadros, diplomas y diversos tratados que
versaban sobre la gramática y el lenguaje.
El cliente se arañó
la mano izquierda, en señal de incomodidad.
-Verá... Tengo una cita. Necesito...
-Ha venido al sitio indicado –respondió el dependiente ufano,
amagando una sonrisa y deslizando un cajón encima del tablero.
En una era, donde las pantallas de los televisores y
ordenadores habían adquirido tal potencia lumínica, que causaban daños visuales
y progresivos ataques epilépticos por foto sensibilidad, y navegar por la red
informática era adentrarse en una selva tupida de maleza y riesgos, los
sistemas de archivos de antaño, volvían a estar operativos.
El dependiente
empezó a enumerar.
-Amistosas, amorosas, aumento de salario, laborales,
entrevista de trabajo...
Un hombre atrapado en una americana que parecía un chaleco
salvavidas hinchado, con los botones como remaches de un puente, resistiendo
una alta opresión, desvío el interés del primer cliente.
-Esta noche asisto a un combate de boxeo. Requiero con
urgencia una salva de improperios nuevos. ¿Tienen algo del estilo de: “¡Zúrrale
al hígado, animal de bellota!”.
-Caballero, no trabajamos con este tipo de material –repuso
ofendido sin mirarlo, un almidonado dependiente, marcando una comba con los
labios-. Pruebe en una tienda de empeños, suelen guardar cestos con vocablos
usados.
-No tengo el don de palabra –se excusó el primer cliente.
-Nadie. La tecnología ha derruido el ingenio. Las memorias
están melladas, de ahí nuestra función. Puedo ofrecerle una ficha con
galanterías.
-No, me sentiría ridículo. ¿Y esa sección? “Circunloquios y
perífrasis”.
-Estimado comprador advenedizo, no es recomendable. Esos
rodeos de sintaxis se usan en negociaciones o discursos de alto rango. Es como
comprar una botella de agua que pesa como si tuviera un litro y medio, pero una
vez abierta apenas deja caer una gota.
-Me parece que no le entiendo...
-Tenemos consejeros delegados de multinacionales, financieros
y senadores abonados a este servicio. Pero le pondré un ejemplo de alguien al
que no he de reservarle confidencialidad, “El atracador gentil”: “Sin dilación
y sin la necesidad de cumplimentar un recibo por los enseres que me dispongo a
llevar, deposite el conjunto de sus pertenencias de valor, para que a fin de
cuentas, este afectuoso y casual encuentro comercial, se aproxime a su
conclusión”. Hecha la venta, telefoneamos a la policía. Nuestro afán por vender
no obstruye la aquilatada honradez y prestigio de esta empresa.
En la trastienda,
un muchacho de aspecto lozano, mordió una magdalena y esta le escupió un chorro
de crema, lamparón que le quedó como insignia en el suéter. Esa acción no pasó
desapercibida.
-¡Eso es lo que necesito! –señaló el comprador entusiasmado-.
¡Azúcar, miel! Dulce a borbotones. ¿Tiene alguna tarjeta para citas pasteleras?
El vendedor desaprobó esa calificación, como si hubieran
tirado unos guantes de pescadero en el mostrador.
-Frases edulcoradas -rectificó-. ¿Y tiernas, con reiteradas
referencias a cachorritos huérfanos y desolados?
-Si quisiera eso habría ido a la tienda de mascotas y ahora
tendría dos caniches enanos en los bolsillos del abrigo.
-Le advierto, es un terreno peligroso. Recuerde la cantidad
de cantantes y letristas que en el pasado fueron apresados, acusados de usar
una jerigonza sexista. ¿Cree que ahora se admitiría que Jack Lemmon dijera que
los andares de Marilyn Monroe se mueven como la jalea? Eso sucedía en “Con
faldas y a lo loco”, hace más de un siglo.
Puede probar con algo sutil.
El comprador leyó
una nota.
-“Mi añoranza por ti es la de los niños que entelan los
cristales de la confitería, embobados con las bandejas...”. Está inacabado
–protestó con tono agudo.
-Claro, es una muestra. La ficha completa después de
abonarla.
El cliente adquirió
esta, más una que comparaba los besos apasionados con la primera mordedura a
una manzana de feria y otra referente al tocinillo de cielo, por si la cercanía
de la charla derivaba en un choque con frenesí. ¿El resultado? Ese será otro
relato, pero cuando tengáis una cita y vuestro propósito sea impresionar a la
otra persona, basta con ser respetuoso, no cometer torpezas y acudir a un lugar
acogedor. Pretender iniciar una relación amistosa, de pareja o solo de eventual
fricción, memorizando y recitando un contenido vacuo y pedante, cuyo estilo
tampoco podréis mantener a lo largo del encuentro, no os convertirá en un
conquistador ilustrado, sino en un petulante fantoche, que fracasará en su
cometido.
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