sábado, 12 de enero de 2019

SOLEDAD




SOLEDAD
Aquella mañana Soledad se levantó mas temprano que de costumbre. Desconectó el móvil, cerró la agenda y se fue hacia la estación para coger el primer tren que pasara sin importarle el destino. Sentada en el andén se sintió más feliz que nunca; sintió que por primera vez desde hacía un tiempo, se estaba haciendo el mejor de los regalos a sí misma: aprender a estar unas horas, un día, un tiempo en su propia compañía y no sentirse mal por ello. Era lo que más anhelaba y estaba a punto de conseguirlo: estar sola sin sentirse sola. Estaba cansada de cargar con el estigma de que su presencia era temida por tantos y pudo probarse a sí misma que en verdad era porque no la conocían bien; no le habían dado la oportunidad de explorar todas sus dimensiones. Ese día lo tuvo claro, se iba segura de que volvería renovada para así poder llegar a más gente.

Cerró los ojos al mismo tiempo que el tren empezó a moverse.
Recordó la estrofa de "Ma Solitude" de Moustaki, que tanto le gustaba:

"Non, je ne suis jamais seul, avec ma solitude"


Marta Albricias




SOLEDAD
Pasaban de las cinco de la tarde, de un martes brumoso a principios de enero. Me aproximaba a la intersección entre la calle Padilla y la Meridiana. Me sentí pequeño en esa explanada, un personaje perdido en un mundo apocalíptico. De reojo veía cruzar a algún viandante a paso ligero y con la cara gacha; al fondo, una docena de bicicletas ancladas en la parada.

El viento quiso desbaratarme las ideas con un pescozón con un mensaje ligado: “Despiértate y anda”. Funcionó. La impertinencia del aire se coló por el cuello de mi abrigo y me puse en marcha para reactivar el termostato.

En un movimiento heredado, me froté la frente y los ojos, lo que advertía que estaba cansado y aburrido. Mientras, había llegado a algo semblante a un muro que rodeaba “L’Auditori”, una clase de estanterías de cemento pintadas de blanco. Extendí los dedos en una de ellas y agucé la vista. El color apagado de una tarde cercana al ocaso, se aunó con la aspereza de ese muro, repleto de sedimentos y suciedad. Una construcción olvidada por los paños y las cámaras de fotos, un monumento a la nada.

Me agité imitando un escalofrío, el tacto rugoso que había palpado, era tan desapacible como ese entorno, y más que el frío, una inquietud creciente me sobrecogió. Sabía que mi gesto era amargo, un peatón solitario dentro de una postal con colores estancados en aquellos que incitan a la melancolía, sin contar, que al fondo estaba el crudo pero lucrativo negocio de la muerte. Pensé en el paradójico e inútil final de un mosquito que flota en un café con leche olvidado en un escritorio, frío y con la mortaja de una telilla de nata. Una bebida que ni el propietario ni el insecto disfrutarían. Cuántas veces había sido testigo de tan grotesca situación.

Me sentía violentado por un brote de soledad, no como esa que poseía después de quedar con una antigua amada, y cruzar el entorno del “Turó Park” a media noche, con las verjas de hierro forjado dispensando un turbador vaho. Entonces, a pesar del ambiente, brincaba como un corzo.

Adjunto al muro, dejé que la tarde venciera para seguir con mis pensamientos. La soledad también reside en el que abre una conversación en un grupo y por falta de réplica se torna en monólogo, en un saludo no devuelto o en el que padece una enfermedad y la esconde al resto para no repartir el sufrimiento.

A pesar de la dejadez, me apoyé en esa singular pared, como si se tratara de la barra de un bar y yo un fanfarrón tenorio. Barrunté. Un actor sin público, un bosque sin pájaros, deshabitado; un escritor sin lectores, ese era yo. La soledad del que no es un ermitaño, esa es la que profundiza en una herida interna que te tuerce el gesto y rompe el habla y la ilusión.

Caminé para llegar a mi destino. Al rato vi a un mendigo acurrucado entre unos cartones. La temperatura había descendido. Me acordé de Gene Kelly en la famosa escena de “Cantando bajo la lluvia”, cuando al finalizar la coreografía callejera, le regala el paraguas a un señor mayor que se estaba empapando. Aunque distaba de estar eufórico como el actor, me quité la chaqueta, que ya había cumplido de sobras su función en los últimos años, y se la di a ese hombre. Me lo agradeció, más que con palabras, con una tierna mirada. Ambos estábamos satisfechos.

El que siente la soledad, aunque viva rodeado por una multitud, necesita poco: una palabra, un apretón de manos, o simplemente una risa limpia a un comentario que ha lanzado. Yo mismo, una vez de vuelta a casa, acogido por el desorden de mi sala de trabajo, como solía hacer mientras me desvestía, empecé a dialogar conmigo sobre lo que había pasado.

Ahora estaba más acompañado: éramos yo (el que hablaba), mi otra parte (la que siempre escuchaba) y un atronador resfriado, que se comprometía a ser un insolente huésped en mi cuerpo, durante la próxima semana.


Xavi Dominguez

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