EL
TRANSIBERIANO
Allí, en un
pueblo iluminado donde las fiestas llenaban de luz y de color aquellas noches
cálidas de verano, que olían a almendra garrapiñada y a manzana bañada en
caramelo, unas Matrioskas
sonrientes nos daban año tras año
la bienvenida reflejándose presumidas en
los espejos que revestían los techos y las columnas que nos rodeaban. Cosacos
amables bailando el Kasakshock al ritmo de una balalaika nos acomodaban y el rugido
de un tigre de la Estepa, al compás del gong de un majestuoso dragón del Lejano Oriente, anunciaba el comienzo de
aquel breve viaje a todas partes.
Recuerdos
entrañables de una infancia, cada vez que llegaba la feria con sus feriantes y sus atracciones que nos hacían soñar y volar,
viajando en el trenecito de aquella pequeña Montaña Rusa que, evocando tierras
lejanas, llamaban el Transiberiano.
Marta
Albricias
VIJOD NA
PIENSIYU
Clic, clac y
el chirriar de las vías del Transiberiano.
Spasibo,
señor.
Buen Viaje Señora.
Todos los
días este trabajo de revisor me había acompañado desde mi juventud. El
Transiberiano era parte de mí. Sus ruidos, su color, el tacto de las manillas
de las puertas de los compartimentos. Verificar
los billetes me confería un status. Todos sus viajeros creaban mi
familia que no me esperaba en ningún sitio. Sus rostros. Sus preguntas. Sus
tarjetas de agradecimiento me acompañaban cada día. Era feliz dentro de ese
tren. No creía que pudiera pertenecer a ningún otro sitio.
Pero la URSS
se europeizó y con ello vino la decisión de sustituir a los revisores por
scanners de billetes electrónicos.
Me deprimí.
Si ya no podía vivir en el Transiberiano tampoco quería vivir en la URSS. No me
costó encontrar la solución. Me acordé de aquel español republicano que conocí
con treinta años. El vodka nos hizo amigos. Así que ahora, él rápido me abrió
las puertas a mi nueva vida en el País Vasco. El Transcantábrico no era tan
conocido pero rápidamente me habitúe a él. Limpiarlo no tenía el mismo status que ser revisor pero me
conformé. Y bien, al fin y al cabo, el origen del vasco siempre se había
imaginado cómo quizás de origen caucásico …. No fue una mala vejez.
Susana
CITA EN LA
CAFETERIA
Del menú
para dos que habían ordenado con anhelo, ya habían dado buena cuenta del
entrante de ensalada de desencanto, cautela y escepticismo, a la reducción de
vinagre de ilusión, y se disponían a atacar el primer plato de cuarentena al
horno con guarnición de atisbo de esperanza, cubierto éste muy extendido entre
avezados luchadores que, acostumbrados a lidiar con el bucle de caer y
levantarse, jamás aceptarían otra rendición que no fuera la inapelable guadaña.
Los
tentáculos invisibles de la fuerza de atracción, incansable obrera, los habían
encauzado a ambos tres sábados atrás, a la inauguración de una exposición
fotográfica de Madagascar, en una librería especializada en viajes de la
ciudad. No obstante, es importante señalar que no había sido nada fácil motivarles
a brincar el decaimiento propio de sus recientes rupturas sentimentales, contando
únicamente con la alianza del sueño común de recorrer la enigmática isla
malgache.
En el
momento presente, sentados a la mesa de una cafetería, descubriéndose y
arañando milímetros al recelo, él con asombro contenido, cree estar oyendo sus
propios pensamientos, mientras ella le cuenta sobre la similitud entre los
trenes y la vida. Arrullado por la voz, se suceden etapas y estaciones, traqueteos
y accidentes, itinerarios y túneles, frenazos y apeaderos, adioses y llegadas; vuela
en el fugaz tren bala japonés, vertiginoso, pirómano de segundos; suda en los perezosos
convoyes de la India,
densos, orgánicos, demoledores; hasta que, en un lapso de tiempo detenido, se
escucha a sí mismo declarándole su amor en un compartimento del transiberiano, sólido,
maratoniano, sereno, experimentado.
Josean
EN EL TREN
Sueño que voy en un tren,
un tren con cientos de vagones que avanza por una helada pradera que se
extiende hasta el horizonte. Sueño que comparto el tren con todo tipo de
personas, personas que he llegado a conocer y personas que veo cada día y
siguen siendo perfectas desconocidas, personas encantadoras con las que me
pasaría todo el día conversando en el vagón restaurante y personas
insoportables que me gustaría haber tirado del tren la ultima vez que me cruce
con ellas. No se cuanto tiempo llevo en este tren, ni cuanto tiempo voy a estar
en él, en el billete dice que subí en una estación que no recuerdo y que mi
destino depende de mi. Tampoco tengo prisa por llegar.
Sueño que a veces duermo
en una preciosa cabina de lujo, entre sabanas de seda y que me levanto con el
desayuno servido. También sueño que a veces duermo en el vagón común
compartiendo los bancos de madera y dejando que sean los cuerpos de mis
compañeros los que me den calor en las frías noches. Cuando no puedo dormir
miro por la ventana a esos recuadros de luz que siguen continuamente al tren y
mas allá una oscuridad tan intensa que me lleva a dudar si el mundo aun sigue
ahí. Casi siempre intuyo un cielo nublado, aunque a veces el viento barre todas
las nubes y las estrellas aparecen como millones de miradas curiosas por ver lo
que ocurre en nuestro pequeño tren.
Sueño que el tren no para
jamás y aun así a veces descubro nuevos pasajeros en el tren, pequeñas personas
inocentes que lloran, sonríen, comen y duermen. A veces también algunas
personas que llevan tiempo conmigo de pronto dejan de estar y nadie sabe
decirme donde han ido a parar. Intuyo que a ningún lugar.
Sueño que viajo en este
tren que avanza sin cesar e incluso a veces llego a soñar que tal vez no estoy
soñando y al despertar veo vivo una vida que avanza sin cesar por una helada
pradera que se extiende hasta el horizonte.
Herman
DE CAMINO A VLADIVOSTOK
Aquel seis de Enero, víspera de Navidad, yo, Sergey
Semiónov, deshonrado y con la vida arruinada, subí al tren que me había de
llevar a Vladivostok. No me lo presentaron como un destierro, en realidad era
un ascenso, sería agrimensor de categoría B. Además, en Siberia no te va faltar
terreno que medir, me dijeron. A Tatiana, mi mujer, le dio una lipotimia al
saber la noticia. Cuando se recuperó, me dijo: yo de Moscú no me muevo. Luego,
cogió a los niños y se fue a casa de sus padres.
Cabizbajo entré en mi compartimento y la vi. Allí estaba
ella, resplandeciente, virginal, única, irradiaba armonía. Recé para que no
entrara nadie más, y por una vez la fortuna me fue favorable. Me resultó fácil
intimar con ella, con Olga Vasiliev todo parecía fácil. Me abrió su corazón, me
habló de su amor por la pintura, de un viaje iniciático a Florencia, de un amor
por el que aún penaba las noches de luna llena, de que aborrecía la vida
monótona y sin emociones.
Por mi parte, me presenté como un culo de mal asiento, al
que la pasión por la agrimensura había llevado a despreciar la apacible oficina
de Moscú en favor de la remota Vladivostok. Después de cenar y tomar café el
traqueteo del tren se fundió con nuestros jadeos.
El día de Navidad pasé sin transición de saborear la
felicidad a hartarme de desgracia. Mi amada Olga me reveló que Dmitry, aquel
amor por el que aún penaba, la había abandonado para irse a vivir a la taiga
siberiana. Dmitry sufría el influjo de la luna, su energía vital y su vello corporal
crecían y menguaban al ritmo de nuestro satélite, y llegó un momento en que la
vida en la ciudad se le hizo insoportable. Mientras oía el relato me asaltó un
temor, ¿tú no vas a Vladivostok?, le pregunté. No, me contestó.
Durante tres días le rogué, le imploré que viniera a
Vladivostok a vivir conmigo ¿Qué iba a hacer ella en la desolada estepa?, ¿qué
futuro la aguardaba junto a aquel lunático?, argumenté con la esperanza de que
recapacitara. Todo fue en vano, pasado Irkutsk me encontré con una nota que
rezaba como sigue:
Querido Sergey
Tú no puedes entenderlo. Soportaré que Dmitry me deje sola
para irse de correrías con la manada, o verle aullar a la luna a pleno pulmón.
Te podría decir que me bajo del tren porque quiero captar
con mis pinceles los innumerables matices de la nieve, y puede que lo haga.
Pero la verdad es que añoro su vello erizado por el deseo.
Nunca te olvidaré.
Olga Vasiliev
Felipe Deucalión
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