sábado, 8 de diciembre de 2012

EL TRANSIBERIANO



EL TRANSIBERIANO
Allí, en un pueblo iluminado donde las fiestas llenaban de luz y de color aquellas noches cálidas de verano, que olían a almendra garrapiñada y a manzana bañada en caramelo, unas Matrioskas  sonrientes  nos daban año tras año la bienvenida reflejándose  presumidas en los espejos que revestían los techos y las columnas que nos rodeaban. Cosacos amables bailando el Kasakshock al ritmo de una balalaika nos acomodaban y el rugido de un tigre de la Estepa, al compás del gong de un majestuoso dragón del  Lejano Oriente, anunciaba el comienzo de aquel breve viaje a todas partes.
Recuerdos entrañables de una infancia, cada vez que llegaba la feria con sus feriantes y  sus atracciones que nos hacían soñar y volar, viajando en el trenecito de aquella pequeña Montaña Rusa que, evocando tierras lejanas, llamaban  el Transiberiano.

Marta Albricias



VIJOD NA PIENSIYU
Clic, clac y el chirriar de las vías del Transiberiano.
Spasibo, señor.
 Buen Viaje Señora.
Todos los días este trabajo de revisor me había acompañado desde mi juventud. El Transiberiano era parte de mí. Sus ruidos, su color, el tacto de las manillas de las puertas de los compartimentos. Verificar  los billetes me confería un status. Todos sus viajeros creaban mi familia que no me esperaba en ningún sitio. Sus rostros. Sus preguntas. Sus tarjetas de agradecimiento me acompañaban cada día. Era feliz dentro de ese tren. No creía que pudiera pertenecer a ningún otro sitio.
Pero la URSS se europeizó y con ello vino la decisión de sustituir a los revisores por scanners de billetes electrónicos.
Me deprimí. Si ya no podía vivir en el Transiberiano tampoco quería vivir en la URSS. No me costó encontrar la solución. Me acordé de aquel español republicano que conocí con treinta años. El vodka nos hizo amigos. Así que ahora, él rápido me abrió las puertas a mi nueva vida en el País Vasco. El Transcantábrico no era tan conocido pero rápidamente me habitúe a él. Limpiarlo no tenía  el mismo status que ser revisor pero me conformé. Y bien, al fin y al cabo, el origen del vasco siempre se había imaginado cómo quizás de origen caucásico …. No fue una mala vejez.

Susana


CITA EN LA CAFETERIA
Del menú para dos que habían ordenado con anhelo, ya habían dado buena cuenta del entrante de ensalada de desencanto, cautela y escepticismo, a la reducción de vinagre de ilusión, y se disponían a atacar el primer plato de cuarentena al horno con guarnición de atisbo de esperanza, cubierto éste muy extendido entre avezados luchadores que, acostumbrados a lidiar con el bucle de caer y levantarse, jamás aceptarían otra rendición que no fuera la inapelable guadaña.
Los tentáculos invisibles de la fuerza de atracción, incansable obrera, los habían encauzado a ambos tres sábados atrás, a la inauguración de una exposición fotográfica de Madagascar, en una librería especializada en viajes de la ciudad. No obstante, es importante señalar que no había sido nada fácil motivarles a brincar el decaimiento propio de sus recientes rupturas sentimentales, contando únicamente con la alianza del sueño común de recorrer la enigmática isla malgache. 
En el momento presente, sentados a la mesa de una cafetería, descubriéndose y arañando milímetros al recelo, él con asombro contenido, cree estar oyendo sus propios pensamientos, mientras ella le cuenta sobre la similitud entre los trenes y la vida. Arrullado por la voz, se suceden etapas y estaciones, traqueteos y accidentes, itinerarios y túneles, frenazos y apeaderos, adioses y llegadas; vuela en el fugaz tren bala japonés, vertiginoso, pirómano de segundos; suda en los perezosos convoyes de la India, densos, orgánicos, demoledores; hasta que, en un lapso de tiempo detenido, se escucha a sí mismo declarándole su amor en un compartimento del transiberiano, sólido, maratoniano, sereno, experimentado.

Josean


EN EL TREN
Sueño que voy en un tren, un tren con cientos de vagones que avanza por una helada pradera que se extiende hasta el horizonte. Sueño que comparto el tren con todo tipo de personas, personas que he llegado a conocer y personas que veo cada día y siguen siendo perfectas desconocidas, personas encantadoras con las que me pasaría todo el día conversando en el vagón restaurante y personas insoportables que me gustaría haber tirado del tren la ultima vez que me cruce con ellas. No se cuanto tiempo llevo en este tren, ni cuanto tiempo voy a estar en él, en el billete dice que subí en una estación que no recuerdo y que mi destino depende de mi. Tampoco tengo prisa por llegar.
Sueño que a veces duermo en una preciosa cabina de lujo, entre sabanas de seda y que me levanto con el desayuno servido. También sueño que a veces duermo en el vagón común compartiendo los bancos de madera y dejando que sean los cuerpos de mis compañeros los que me den calor en las frías noches. Cuando no puedo dormir miro por la ventana a esos recuadros de luz que siguen continuamente al tren y mas allá una oscuridad tan intensa que me lleva a dudar si el mundo aun sigue ahí. Casi siempre intuyo un cielo nublado, aunque a veces el viento barre todas las nubes y las estrellas aparecen como millones de miradas curiosas por ver lo que ocurre en nuestro pequeño tren.
Sueño que el tren no para jamás y aun así a veces descubro nuevos pasajeros en el tren, pequeñas personas inocentes que lloran, sonríen, comen y duermen. A veces también algunas personas que llevan tiempo conmigo de pronto dejan de estar y nadie sabe decirme donde han ido a parar. Intuyo que a ningún lugar.
Sueño que viajo en este tren que avanza sin cesar e incluso a veces llego a soñar que tal vez no estoy soñando y al despertar veo vivo una vida que avanza sin cesar por una helada pradera que se extiende hasta el horizonte.

Herman

DE CAMINO A VLADIVOSTOK
Aquel seis de Enero, víspera de Navidad, yo, Sergey Semiónov, deshonrado y con la vida arruinada, subí al tren que me había de llevar a Vladivostok. No me lo presentaron como un destierro, en realidad era un ascenso, sería agrimensor de categoría B. Además, en Siberia no te va faltar terreno que medir, me dijeron. A Tatiana, mi mujer, le dio una lipotimia al saber la noticia. Cuando se recuperó, me dijo: yo de Moscú no me muevo. Luego, cogió a los niños y se fue a casa de sus padres.
Cabizbajo entré en mi compartimento y la vi. Allí estaba ella, resplandeciente, virginal, única, irradiaba armonía. Recé para que no entrara nadie más, y por una vez la fortuna me fue favorable. Me resultó fácil intimar con ella, con Olga Vasiliev todo parecía fácil. Me abrió su corazón, me habló de su amor por la pintura, de un viaje iniciático a Florencia, de un amor por el que aún penaba las noches de luna llena, de que aborrecía la vida monótona y sin emociones.
Por mi parte, me presenté como un culo de mal asiento, al que la pasión por la agrimensura había llevado a despreciar la apacible oficina de Moscú en favor de la remota Vladivostok. Después de cenar y tomar café el traqueteo del tren se fundió con nuestros jadeos.
El día de Navidad pasé sin transición de saborear la felicidad a hartarme de desgracia. Mi amada Olga me reveló que Dmitry, aquel amor por el que aún penaba, la había abandonado para irse a vivir a la taiga siberiana. Dmitry sufría el influjo de la luna, su energía vital y su vello corporal crecían y menguaban al ritmo de nuestro satélite, y llegó un momento en que la vida en la ciudad se le hizo insoportable. Mientras oía el relato me asaltó un temor, ¿tú no vas a Vladivostok?, le pregunté. No, me contestó.
Durante tres días le rogué, le imploré que viniera a Vladivostok a vivir conmigo ¿Qué iba a hacer ella en la desolada estepa?, ¿qué futuro la aguardaba junto a aquel lunático?, argumenté con la esperanza de que recapacitara. Todo fue en vano, pasado Irkutsk me encontré con una nota que rezaba como sigue:
Querido Sergey

Tú no puedes entenderlo. Soportaré que Dmitry me deje sola para irse de correrías con la manada, o verle aullar a la luna a pleno pulmón.

Te podría decir que me bajo del tren porque quiero captar con mis pinceles los innumerables matices de la nieve, y puede que lo haga. Pero la verdad es que añoro su vello erizado por el deseo.

Nunca te olvidaré.

Olga Vasiliev

Felipe Deucalión


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