LA RUEDA DE LOS INDIOS VOLADORES
Una vez más los cuatro se lanzaban al vacío cabeza
abajo, sujetos por un pie con cuerdas atadas también al palo
volador. Los cuatro indios nahuas, vestidos con ropa vistosamente
coloreada, formaban una estrella de cuatro puntas que giraba alrededor del palo
dibujando en el cielo una rueda cuyo diámetro iba en aumento cuanto más se
acercaban a la tierra.
Llevaban dos años de sequía. Esta vez trajeron un tronco
altísimo para realizar el ritual de la fertilidad.
Nadie se percató de que una mujer de la tribu había osado tocar el
palo volador. Ella no había dicho nada, por supuesto, evitando así
ser culpabilizada en caso de otro fracaso del rito.
A uno de los cuatro indios de la rueda se le aflojó la cuerda que
ataba su pie y salió despedido por el cielo con dirección a la nada, a su final
–pensaron todos. Pero cuál sería su sorpresa cuando no solo no se
estampó contra el suelo sino que su ligero cuerpo flotó y planeó el
tiempo suficiente para ir a aterrizar encima de un nopal.
Todos quedaron boquiabiertos. Y sus bocas se abrieron
más aún de la alegría al oír la fina lluvia que por fin descendía sobre ellos,
y que se instalaría durante el tiempo suficiente, a pesar de la
falta de rigor en la realización del rito.
RODAMÓN
Volia conèixer una nova manera d´entendre la vida,
tenir la certesa de què el món és bonic i sobreviure enmig dels caos
manipulats i les crisis creades; no volia haver de demanar-me a tota
hora si té sentit l´existència. Vaig decidir cercar l´essència de tot dins
cultures diferents i perdre´m a poc a poc, caminant per l´asfalt
i per camins. Vaig tancar els ulls i amb un sospir vaig fer rodar el meu dit
sobre un mapa del món. Vaig escollir el moment precís per posar-ho damunt
el paper; vaig obrir els ulls impacient i vaig descobrir el meu
destí: el Sàhara.
– Avui la vida em parlarà en àrab. El color del cel es confondrà amb
els carrerons d´un poblet del nord. Veuré noves formes, nous rostres,
noves maneres de mirar. No sé si sabré viure en aquesta terra, tanmateix sento
la necessitat de respirar més profundament, xuclant cada minut com si fos
l´últim.
Al Sàhara s´atura el
temps. Aquí puc entendre l´infinit, la blancor i el silenci. Sempre
havia pensat que enmig del desert sentiria la necessitat de cridar
de eufòria: m´equivocava. Només volia callar; callar amb la boca
mig oberta i respirar la serenor des de aquí fins al final.
Caminaré amb fermesa, continuaré el meu rumb, no sé
cap on encara, abraçant els meus somnis per a no oblidar-los.
Marta Albricias
LA RUEDA
Para él todos los días eran iguales. A la salida del
sol se levantaba y cuando había desaparecido
la luz, se acostaba. La rueda del tiempo no dejaba de
dar vueltas. Las semanas sucedían a los días, y los años pasaban inexorables,
sin detenerse ni un solo segundo. Su vida formaba parte de un engranaje, que no
fallaba nunca. En cada estación desempeñaba los mismos trabajos, que había
aprendido antes, de su padre. Preparaba la tierra, sembraba y recogía la
cosecha. Sólo una vez al año bajaba hasta el pueblo con su carreta para vender
sus excedentes y comprar algunas cosas. No se relacionaba con nadie, y por ello
su fama de viejo huraño y extraño crecía, y era motivo de habladurías. Sólo
conoció a su padre, muerto hace años, que había vivido de espaldas al mundo.
Al estallar la guerra en el país, su vida transcurrió
como siempre. Las campanas lejanas del pueblo, que anunciaban la presencia del
enemigo, eran las únicas que perturbaban su soledad.
Pero una noche, se despertó al oír unos golpes en la
puerta. Los perros no ladraron, y bajó escaleras abajo para averiguar de qué se
trataba. En la entrada encontró un joven en el suelo, ensangrentado, que le
pidió auxilio. Era un soldado enemigo. Había dado sus últimos restos de comida
a los animales para que no lo atacaran. Él lo llevó a casa y lo acomodó en un
camastro.
A las pocas semanas estuvo casi recuperado y se
incorporó.
Durante su convalecencia, los dos hombres no habían
hablado ni una sola palabra. Mientras, la rueda del tiempo giraba impasible.
Vivieron en paz a pesar de haber nacido en bandos
diferentes.
Un día como los anteriores y ya en avanzada edad, el
anciano no despertó y el joven lo enterró, con gran pena.
El verano siguiente, bajó al pueblo a vender parte de
su cosecha. Nadie le preguntó quién era. La guerra ya había acabado, y los
vecinos se preocupaban de su supervivencia inmediata.
Los años pasaron y el hombre solitario siguió en el
mismo lugar, como si esperara el próximo relevo.
Laia
LAS RUEDECITAS
Estos estúpidos policías se creen que los agentes del
C.N.I tenemos un carnet, como si ser agente secreto fuera igual que ser socio
de un club de fútbol. “¡Acredítese!”, me gritaban. Ya he visto yo que no
estaban dispuestos a creerme, así que me he limitado a decirles mi nombre,
rango y servicio al que estoy adscrito, “Iniestrilla, agente especial de la
Sección de Control del Tráfico de Armas
Nanotecnológicas”, les he repetido imperturbable una y otra vez.
Ellos se exasperaban ante mi sangre fría, “¿por qué quería robarle el portátil a aquel caballero?”, me preguntaban con insistencia. Tendría que estar loco, para haberles revelado a estos ineptos policías, que llevaba semanas siguiendo a “aquel caballero”, que en realidad es un peligroso traficante de armas, que por fin hoy, en el inacabable trasbordo de metro de Paseo de Gràcia, he visto como le pasaban un móvil, en el que se ocultan los planos de una secreta y destructora arma, que yo no quería robarle el portátil, que ha sido una maniobra de distracción, con el objeto de provocar una pelea, para quitarle el móvil, el cual ahora está a buen recaudo en mi bolsillo. No les he dicho nada, Iniestrilla está entrenado para soportar los más feroces interrogatorios.
Estos torpes agentes de la ley no saben quién soy yo. No conocen aIniestrilla cuando se pone en plan vengativo. No pueden ni imaginarse el infierno que se les avecina por interferir en mi misión. Si es que ya lo tenía acorralado contra un anuncio del eterno pasillo de trasbordo. “¿Qué hace usted, hombre de Dios?, deje el portátil, ¡haga el favor!”, me decía el traficante, víctima de mi hábil estratagema y ¡zas!, en este momento, han tenido que intervenir estos aficionados, confundiéndolo todo y llevándome detenido.
Mi situación es crítica, no desesperada, aún puedo usar mi mejor arma, mi cerebro. Solo tengo que poner en marcha las ruedecitas de mi máquina de pensar y tendré un plan para fugarme de esta celda. Sin embargo, esta luz cenital que no puedo apagar ni dejar de ver, aunque cierre los ojos y me dé la vuelta, me perturba, no me deja concentrarme “¡Guardia esa luz, coño!”
Ahora sí, han apagado la luz y las ruedecitas de mi cabeza pueden maquinar un plan liberador. Si es necesario, me haré el invisible, como hago para no tomarme la medicación.
Felipe Deucalión
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