EL MENSAJE
Clara conoció a Abel cuando era muy joven. El estaba muy enamorado de ella pero ella sólo le quería. Él era muy celoso porque Clara tenía muchas amistades masculinas y tenía terror a perderla. Muchas veces ella le abandonaba porque decía que necesitaba estar sola para comprobar si estaba enamorada o no de él. Al cabo de 8 años decidió dejarlo porque se sentía aún joven, con 28 años, y él le llegó a decir que si le dejaba por otro que la quisiera más que él aún lo entendería pero que como ella era muy guapa y con carácter muy difícil, la mayoría de hombres buscarían sólo sexo en ella.
Le pidió como favor no verse nunca más para así poder olvidarla y le dijo que muchas veces de acordaría de él. Ella cumplió su deseo pero su próxima relación fue con un hombre que sólo la deseaba y no la quería. Pensó en llamarle muchas veces pero no se atrevía. Al cabo de muchos años, con 35, llegó a su trabajo y le dijeron que ya no trabajaba allí. Decidió enviarle un mensaje por Facebook , ya con 48 años. Lo encontró pero sin foto, sólo tenía a su familia como contactos. Se imaginó que no estaba casado, aunque podía tener pareja. Le envió una solicitud de amistad que no respondió. Ella le conocía muy a fondo y dudaba si no usaba Facebook o si no quería saber nada de ella.
Decidió enviarle por un mensaje por messenger. No estaba segura si le llegaría porque nunca estaba contectado. Allí le pidió perdón y le dijo que quería que le llamara, le pasó su teléfono, sólo para hablar.
¿El mensaje lo leyó? Cree Clara que siguió fiel a su petición.
Inma
EL SOFA
-Lo sé todo.
No hubo gritos, la
sola presencia física de Abelarda, que había pronunciado la frase con la
solemnidad que se anuncia una defunción, bastó para paralizar a su marido, que
se quedó de pie, sin saber qué actitud adoptar. Al sentirse descubierto, estiró
los brazos en signo de rendición. Drómidos Apostolakis (así se llamaba el
sujeto), un varón de mediana edad y facciones que no merecían ni elogio, ni
vilipendio, dio medio paso. El torso de su esposa subía y bajaba alterado y su
mirada era una invitación a una reyerta marital de máximo grado.
-Descubrí tu secreto:
el sofá, el sofá del pecado –remarcó descorazonada.
La estocada fue
definitiva para Drómidos, incapacitado incluso para generar un balbuceo.
-Has puesto la cara
de tener números rojos en la cartilla, pero tus deudas son morales.
-No sabía cómo
contártelo...
-¿Desde cuándo?
¿Empezó en el despacho o antes?
-¡Tuve que haberme
sincerado hace años! –negó él condicionado por la rabia.
-Mis amigas, el
entorno, todos desconfiaban de ti. Me advertían. Igual que el anillo de pedida
o el de casada, tenía otro: el de la “duda”, este, auténtico, por desgracia.
Antes que la afectada
se desahogara con improperios, el marido quedó insonorizado por pensamientos
que ridiculizaban a su esposa. Abelarda tenía las piernas anchas, buche y
papada y aunque exenta de vello facial, la afición de Drómidos por los tebeos,
relacionaba su figura con una simbiosis entre el cuerpo de la Srta.Ofelia de
Mortadelo y Filemón, y el mostacho de su jefe, el superintendente Vicente. Esta
comicidad, no reflejada en la expresión, lo salvaguardó del aguacero de
calificativos despectivos que iban a proyectarse sobre él.
-Como a muchos, te
había clasificado como “insecto polinizador”, amante de ir probando de flor en
flor, pero me equivoqué, eres un escarabajo pelotero, rastrero, pervertido e
insaciable. Antes eran indicios, ahora ya poseo pruebas y la admisión de tus
infidelidades.
-Insúltame, ha sido
fácil para ti, tanto como servir las patatas a medio cocer en los guisos.
Agraviado por ir del
brazo de una mujer que usa siempre los mismos vestidos. Un semáforo tiene más
estilo y variedad de colores que tu ropero. Paseando éramos la imagen de una
cápsula del tiempo: tú en la década de los setenta y yo en la actual. Servil y
pelota, sí, lo admito, ¿cómo sino podía arrodillarme cada mes ante tus pinreles
y luchar denodadamente con las uñas de tus pies?
-Sabes que me mareo
en el callista...
-Mi cabeza hubiera
corrido menos peligro en un campo de tiro al arco, pero al final, lograba
cortarte las infectadas de los dedos gordos, conchas de caracoles adultos.
-¡Desvías la
atención! ¡Esto no te exime de tus golferías!
-Degrádame, pero no
me llames infiel. ¡No lo soy! –protestó él, vehemente.
Fue entonces, cuando
Abelarda desdobló una cuartilla.
-Juan Ramón, lo
conoces, ¿o también lo niegas?
-Tú también. Hace 15 años
que estamos en la misma sección.
-“Pandora, Ursulina e
Indalecia. Pásalo bien con ellas.” La nota estaba metida en uno de los cojines.
En inusitada reacción, el acusado se estiró
en el sofá adoptando una anodina postura de modelo pictórica.
-¡Qué hombre tan
discreto! –exclamó Drómidos con una altísona imprecación, exhibiendo los
dientes, agresivo-. Pero este mensaje, aun siendo contradictorio, es la prueba
que me inculpa, pero me salva.
-No has pintado el
piso –respondió ella extrañada, oteando-. No son los vapores de la pintura.
¿Por qué compraste este sofá viejo del trabajo? ¿Es la cabeza del león de un
cazador, su trofeo? ¿El lecho de licenciosos encuentros con esas casquivanas?
De un salto, el
marido se abrazó a su mujer, que intentó repeler el gesto cariñoso.
-Nunca he estado con
otra que no fueras tú.
-¡Y la nota!
-El balón de oxígeno
de un depravado. Sí, siempre actuando deprisa...
-¿Qué argumentas? ¿No
entiendo?
Drómidos se fue al
sofá, tocándolo como si lo estuviera lijando.
-El cuero es una
esponja que moldea los cuerpos y atrapa los sus olores o eso cree identificar
mi mente. Las chicas de la oficina, con quien nunca tuve nada indecente,
depositaron un regalo para mi sentido olfativo: sudor, perfume...
-De ahí el plástico
protector, para no adulterar la fragancia. Y cada vez que entraba y fingías
buscar las llaves, traicionabas nuestro matrimonio.
Abelarda, con las
manos cogidas a los hombros, pensativa, lanzó un soliloquio.
-¡Cornuda por un
sofá! ¿Cómo se enfrenta una a esta situación? Devolverle la moneda sería liarme
con una de las sillas giratorias de su despacho...
-¿Estás más
tranquila, cariño?
Las cejas de la
interpelada se ondularon incrédulas.
-Cariño... En tu boca
no suena igual. Ha sido como si hubiera escuchado “intumescencia”. Lo
pronuncias, pero no me llega el calor. Este mensaje, y lo que conlleva...
Destapar tu devoción perruna, nos obliga a tomar decisiones. Si fuera
guionista, sería la peor, pues no seré original en la propuesta. Antes de que
destruyas esta unión, ¿el sofá o tú? Escoge.
Drómidos se acercó a
su esposa, desconcertado.
-¿Quieres que uno de
los dos se marche? Puedo tratarme. Intentaré dejar la adicción de forma
paulatina. Dame tiempo.
-¡Has tenido toda la
vida para cambiar! Quiero acabar con esto, ¡ahora!
De haber sido uno de
esos personajes de viñetas que tanto adoraba, le habría salido un tupé después
del bramido de su señora.
-Sí, ¡ahora! –replicó
él en una combativa imitación-. Ahora llamo a un camión de mudanzas. El sofá y
mis pertenencias. No me encarcelaré con una intransigente.
-De acuerdo –dijo
Abelarda subiendo el brazo izquierdo con falsa serenidad-. Pudiste acabar con
tu “amante”-comentó señalando el sofá-, pero prefieres inmolarte.
-¿Has perdido el
juicio?
-Lo he ganado. El
trato era: acabar con el sofá o contigo. No esperaremos al alba para proceder a
cumplir tu deseo.
Y sin que Drómidos alegara argumentación
alguna, de la recia espalda de Abelarda, levantó el vuelo un hacha con el filo
oxidado.
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