CRUEL
Cruel es el hombre que me abandona
y mi vida desmorona
¿Por qué ? por qué me tuve que enamorar de él
Por qué...por qué hay gente tan cruel!
A veces mi alma sueña con ser feliz de nuevo
pero otras se encuentra tan falta de armas! Inerte!
A veces mi corazón sueña con un soplo de vida
pero otras se encuentra tan abatido y desfallecido: Inerte!
Inma Sanz
LA HORA
Durante el trayecto de mi casa al hospital empecé a perder consciencia. Todo lo que veía tenía un tinte cian y de repente me sentí muy pesada y cansada. Mi respiración se volvió muy trabajosa pero ya no me angustiaba; sentí que me estaba quedando dormida.
Al llegar al hospital me llevaron corriendo a una sala que parecía un quirófano. Me colocaron en una camilla y todo lo que recuerdo es que cerré los ojos y de nuevo no sabía lo que estaba pasando solo que estaba segura de que me empezaba a sentir muy bien.
Unos minutos más tarde, abrí los ojos y todo a mi alrededor brillaba; me sentía como en una nube y una gran alegría me invadía: ni rastro de la enfermedad, solo una gran sensación de paz. Si aquello era morirse, si era la muerte la que me había llevado hasta allí, me hubiese gustado poder volver solamente por unos minutos hasta la camilla para explicárselo a todos los que angustiados esperaban saber sobre mi. De repente…un ser indescriptible, incatalogable.... se acercó a mi nube y me dijo: -"Lo siento, tengo malas noticias: en un par de horas, deberás volver y seguir cuidándote mucho”. Todavía no es tu hora.
Marta Albricias
HARAPOS
Xavi Domínguez
El olor era indefinible. En ese cubículo umbrío, se
percibía la perseverancia de fósforos, pólvora quemada y la rancia humedad de
un sótano sin ventilar.
Después de
presentarse, Mario Parson quedó clavado en la silla, con la atención fija en la
anciana que tenía delante. Dos esféricos puntos negros, ojos vivaces en un
caparazón decrépito, lo examinaron sin pestañear. La mujer estaba rígida y
ninguna de las huellas que dejan los años en el rostro, se movieron. Tras una
meteórica revisión al intruso, las tramoyas que le regían la expresión, se
accionaron para que la visita entendiera que recelaba de su presencia.
-¿Qué fuma? –pronunció ella.
El vaho del visitante se veía a contraluz. Este, respondió
cerrando los párpados.
-Vengo a formular algunas preguntas, no a
responderlas.
En el
silencio que se perpetuó, Parson descubrió una especie de briznas de paja,
rayadas por un enfermizo color hueso de hoja de papel de anticuario, que
predominaba ante el gris de los pelos que componían una cabellera descuidada.
Más que un adefesio, era una imagen extraña, atemporal, como si una estatua
hecha con carne, hablara.
Notando que
una incerteza revestida de frialdad, ganaba enteros dentro de su fuero interno,
contestó, sorteando un accidente en la dicción, factible ante la ligera
tiritera que ya le llegaba al torso.
-El aliento. Ese es el humo. Hace frío en la calle.
-Está nervioso. Soy adivina, pero vieja. Mi aspecto le
sobrecoge.
-¿Qué edad tiene? –dijo él aspirando aire para
recomponerse.
-La de un muerto, hago tarde. ¿Se imagina que fuera
testigo de mi viaje?
Una sonrisa que pretendía ser dulce, no embaucó al
hombre.
-Cuántos novios han visto partir a su pareja o han
caído en una zozobra emocional al quedarse sin su amor, en un puerto, en una
estación... Pero usted no me lloraría.
-No la conozco –repuso cambiando el apocamiento por
enfado.
-Es insensible –protestó la adivina estirando la
espalda, rompiendo el estatismo-. Acaba de preguntarme por mi años. Esté
atento. Resolveré esa duda.
-¡Mamá! –masculló él, en una exclamación inadecuada
para el reposo de la medianoche, al intuir por un instante, los rasgos de su
progenitora delante de él.
-Sí, ambas tenemos la misma edad.
-¡Se lo inventa! Ni siquiera yo lo recuerdo. Hace
tanto que no hablamos... Poco sé de ella, estamos desconectados.
Los travesaños de su silla traquetearon. La actitud
tajante de la pitonisa, descompuso a Parson.
-Guárdese esos billetes. Dinero para tener más
dinero...
Después del desprecio
al ver que se abría una cartera, la risa de la anciana quedó incompleta en una
funesta sonoridad.
-Yo quiero saber...
-¡Bah! –refunfuñó la vieja-. Es un delincuente.
Además, reniega de su madre, una de las peores credenciales.
Con una de las pausas de las que abusaba para insuflar
firmeza a las locuciones, la adivina culminó sin turbarse.
-Márchese.
El visitante
despejó la cortesía que se le atribuye a un huésped, para ser despreciativo,
doblando el labio inferior como un forajido que reta a un tiroteo a alguien que
cree inferior.
-Es un fraude, está acabada. Vive de la caridad en
este chamizo.
-¡Idiota! –correspondió ella frenando la humillación-.
Usted está ahora en este sótano, quizás para siempre. Salga, es temeroso y
débil en demasía. Los teme a ellos y también a la muerte. Eso, más que a nada.
Ladrón, cobarde y con rencor maternal...
La voz de la
adivina perdió decibelios, que prosperaron, a la vez que los codos, en una
gesticulación que remarcó la displicencia por el tipo que tenía enfrente.
-¡Qué pésimo bagaje para su zurrón!
-Astucia la suya –contestó aplacado Mario Parson-. El
sudor me delata. He venido corriendo.
Añadió con
titubeos, disimulando un estado de consternación, visible en su faz.
-Puede que eso sea cierto –empezó explicando la
anciana con una mirada desdeñosa, similar al empujón que se da a alguien que
importuna-. Lo echaron del tranvía por no llevar billete.
-¿Quiénes son ellos? –preguntó el hombre con
insofocable reacción entre el sudor y la urticaria nerviosa.
-¿Por qué pregunta lo que ya sabe? Eso es de tontos.
Conoce muy bien los nombres de sus compinches.
-¿Alfred Basset? Es un juego entre dos. Él ha
alquilado esta habitación y la ha contratado. Han preparado esta charada para
hacerme cantar.
Otra carcajada de la vieja duplicó las ronchas en la
piel de Parson, que instintivamente tiró el tronco hacia atrás. Notó la
incomodidad del gélido sudor zigzagueando, en contraposición con la cara que le
ardía tal como si se hubiera afeitado en seco con un rastrillo.
-El ser humano es fuerte, puede aclimatarse a vivir
sin luz en un cubículo, alimentado por la esperanza de salir de él, es el
espíritu de la supervivencia; pero también es malvado para cumplir objetivos
más pretenciosos. Se acostumbraron a matar, Sr.Parson, ni siquiera es decente
que siga dirigiéndome a usted con este tratamiento tan respetuoso.
-¡No soy un asesino! Hago vigilancias, conduzco
coches, camiones... Sí, soy un cobarde, no podría hacerlo. Nunca he matado a
nadie.
-Pero ha asimilado convivir con esta rutina a su
alrededor.
-Repite lo que le han dictado...
La vieja
articuló los brazos como si pretendiera airear el humo de una hoguera. Replicó
con una dicción que parecía alejarse en un túnel. Si el delincuente estaba
enrojecido, ella aparentaba estar recubierta por una capa de cera que
desvanecía su figura.
-Ese rasguño en la mano, se lo hizo en el cobertizo de
su casa esta mañana.
-Nadie lo sabía –respondió él atónito, apartando la
silla y poniéndose de pie-. Es una bruja, ¿qué quiere de mí?
-Le dije que se fuera. Es tarde –confesó la vidente
con una respiración dificultosa-. Pero le curaré las heridas. Tengo la edad de
los muertos, pero el vigor de los vivos...
Parson comprendió el significado de aquella
declaración: su madre estaba fallecida, igual que la adivina. Horripilado y con
el sistema nervioso en zafarrancho de combate, hizo ademán de irse, pero no
pudo. Como en los sueños fatídicos, las piernas no se despegaban del suelo. La
palidez que rodeaba a la mujer, la succionó en una albugínea y densa neblina,
aunque algo seguía moviéndose en ese turbio espacio.
-Le curaré las heridas con mis manos...
La última palabra resonó con maléfica afonía. Aunque
su intención era salir a la carrera, el criminal se aproximó a los dedos de
ella. Un zarpazo le desabrochó la camisa, y sin tiempo para defenderse, las
garras de un gato le taparon la visión. Amarrado en su nuca, el animal le había
destrizado la ropa y causado cuantiosos cortes.
La lucha se
prolongó dos minutos, sin maullidos, solo con las súplicas y alaridos de la
víctima, incapaz de zafarse del verdugo, hasta que recuperó la movilidad y se
encontró
dando tumbos por la habitación, cogido a sus sienes.
El gato, la atmósfera lechosa y la adivina, no estaban. Parson, ahora tenía el
aspecto de un vagabundo. Se sentía como
si le hubieran estado restregando cabezas de cerillas
gigantes por los brazos y el pecho. Las heridas le escocían, aunque el sangrado
no era profuso. Reflexionó. Antes que la ropa quedara deshilachada, su honor ya
se había descompuesto. La mujer tenía razón, él era medroso, delincuente y un
mal hijo. Esas garras humanas o felinas, reales o fruto de una ensoñación o
crisis alucinógena, le habían salvado de seguir hospedado en la criminalidad.
Sí, como había anunciado la inquilina de ese cubil antes de reconvertirse, las
heridas se las curaría con las manos. Así fue. Lo nocivo había sido sajado de
su interior, aunque para ello tuviera que haber quedado parcialmente
descarnado, con un cuerpo compuesto por harapos de piel.
Xavi Domínguez
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