domingo, 3 de febrero de 2019

RELATO SOBRE UNA PELÍCULA




ESTAMOS RODANDO
Tenía que entregar un café, sí, eso lo sabía, pero no recordaba nada más. Mi cabeza y el lugar donde me hallaba, estaba regrenido. Agudicé la vista y logré encontrar un claro a mi izquierda, por el que avancé sorteando las trampas de un piso infestado de cables. Una voz imponente me detuvo antes que llegara la claridad, aunque no se dirigía a mí.
-Ese es mi bistec, Valance.
Evité que la taza se vertiera por el sobresalto. Lo primero que destacaron mis ojos fue el reluciente brillo de la empuñadura de plata del forajido que había sido apelado, flanqueado por dos compinches, uno con cara de dolor de botas y el otro, un alfeñique de expresión ridícula, cuya misión era el de botones y rastrero del jefe de la banda. El corpulento que había proferido la advertencia, lo hizo con tanto aplomo que el aliento desprendido en su frase habría sido capaz de pegar un clavo en una madera. Estirado en el suelo, estaba un mozo con mandil, de piernas tan desgarbadas como sus brazos.
-Tom Doniphon, Ramson Stoddard, ¡Liberty Valance!
-¡Corten! –gritó una voz malhumorada ahogando mis palabras-, ¡arreglen esos filtros!
El receso no se debía a mi aparición. Acerqué la bandeja, que a causa de mi ansiedad, parecía un barco luchando contra la mar gruesa, y yo, Charlot haciendo de camarero.
-Nadie ha pedido un café...
Las gafas oscuras, las carrilleras y el mentón pronunciado. Sí, era el director, me había hablado John Ford, con esa carencia de candor característica. No sabía cómo, pero estaba en el rodaje de “El hombre que mató a Liberty Valance”. Cuando quise salir del plató, enfrente tenía a James Stewart y John Wayne y detrás a ocho operarios que se mostraban presurosos en acciones que no parecían resolver nada.
Regresé a la confusa oscuridad del pasillo, tan intensa a cada zancada, que había conseguido desorientarme. No podía caminar, carecía del mínimo punto de luz como referencia. Mi ceguera era completa. A tientas, siendo el hermano pequeño del monstruo del Dr.Frankenstein, quise palpar las paredes, fue entonces cuando apercibí que ya no portaba la bandeja con la taza. Procuré correr para huir del miedo. En segundos, otro hilo lumínico superaba una cerradura. Entré para cortar el firmamento alquitranado que me aquietaba.
-Buenas noches. ¿También tiene cita con el doctor? Walter es un cirujano magnífico, no hay manos como las suyas, lo peor es el horario de visitas, pero la discreción es primordial en este oficio. Me llamo Sam.
Ese simpático individuo, de sonrisa infranqueable, no paró de parlotear mientras observaba la situación. Pasaban de las cuatro de la mañana según marcaba el reloj de la sala. ¿Cuántas horas habría estado andando por el pasillo?
-¿Tiene fuego? –pregunté.
-Tenga –me respondió ofreciéndome una cajetilla abierta-. El Dr.Coley ya le explicará que con los vendajes en la cara no se puede fumar.
Rechacé un cigarrillo encendido.
-No fumo, solo necesito los fósforos.
-¿Maquetas? Sí –respondió volviendo a su estado jovial-. He conocido clientes poco convencionales en el taxi. Una vez llevé a uno al taller de un taxidermista, a saber qué había en la bolsa que llevaba en el regazo.
Sam siguió hablando del tapizado del coche, su mujer, el ambientador que usaba o la emisora que sintonizaba a medianoche. Él mismo enlazaba los temas sin que pudiera añadir o rebatir nada. Intuyo que con una pastilla de plomo en el paladar habría seguido su discurso, inalterable.
Tenía las cerillas y una duda. Había de resolverla.
-No, cuidado, ese es el quirófano de Walter.
Obviando el aviso del taxista, giré el pomo. Allí estaba tendido un hombre en una camilla, con la camisa remangada y la cara cubierta de vendas salvo en los orificios nasales y un estrecho intersticio en la boca.
-¡Largo de aquí! Espere su turno.
El cirujano tenía un aspecto tétrico. Mejillas chupadas, cabeza cónica, delgado bigote grisáceo pegado al labio inferior y modales de tabernero.
-Es el Dr.Walter Coley –dije con voz asmática dirigiéndome a Sam.
-Claro que lo es.
-Y el hombre de la camilla, Vincent Parry. Un inocente fugado de un penal.
-Lo sabe todo. ¿Y usted quién es? No me ha dicho su nombre.
Me hallaba en la película “La senda tenebrosa”, el paciente parcialmente momificado, no era otro que Humphrey Bogart. Tuve tentaciones para regresar al quirófano, pero mi mente y cuerpo, giraron a la vez. ¿Dónde estaban los técnicos, las grúas, las cámaras y los focos?
Marché sin despedirme de lo que tenía tintes de una realista pesadilla. Sentí la quemazón en los dedos tras extinguirse el fuego de la primera cerilla. Improvisé una antorcha con pañuelos de papel, aún así el círculo luminoso lo cortaba el humo. Respiraba con dificultad; más que abrir otra puerta, era una ventana a la que tenía que asomarme. Gritando, corriendo como un caballo mal herrado, golpeando las paredes, superé un arco de piedra.
-¡No escaparás, malandrín!
Saltando por unas escalinatas sin barandilla, venía hacía mí, espada en ristre, Miguel Ruperto de Hentzau.
-Antes que la guardia dé contigo, acabaré con este leal seguidor de Rodolfo, no saldrás con vida del castillo de Zenda, tenlo por seguro.
Expuso el conspirador, tras bajar el último peldaño.
-No me inspiran pavor vuestras afrentas, conde de Hentzau. No temo la ponzoña de su verbo ni el acero de su espada. El pueblo de Streslau sabrá la verdad. No hay más razón, puesto que hubo coronación.
-¿La verdad de qué? ¿Del amaño? El rey es un títere inglés.
El eco del castillo amplificó la risa y Hentzau tiró el cuello hacia atrás, regocijado en la escena.
Yo no podía controlar los pensamientos, representaba un diálogo no imaginado, con verídica afectación..
-Vea la llama de las teas, conde, son poderosas, pueden quemar, abrasar y arrasar lo que encuentren, pero con un soplo, desfallecen y son humo. Así fracasará la conjura contra Rodolfo, vos no sois más que la sombra de la llama de un hachón funerario.
-Dejemos los sermones para el padre que oficie mañana su entierro. ¡Luchad, bellaco!
El mango de un florete me alcanzó en un tobillo y pude recapacitar y salir por donde había entrado. Alguien dirigía mis acciones, me había convertido en otro personaje. Una daga que llevaba la firma de Hentzau, casi lamió mi oído izquierdo y se insertó en el entrepaño de una entrada que pateé. La habitación solo estaba habitada por el desorden: libros abiertos, bolas de papel y folios repartidos como naipes en una tirada. Cercado por la desorganización, en lo que supuse que era una mesa de trabajo, había una máquina de escribir. Leí: “El conde de Hentzau y sus seguidores buscan al intruso para darle una perlongada y cruenta muerte...”. Sonó un desagüe, había un aseo en esa pocilga. Tuve el tiempo justo para arrastrar una silla y luego un fichero para atrancar la salida al guionista con tanta incontinencia literaria como intestinal. Era de capital significación modificar el texto, para salvar el pellejo y salir de esa peripecia.
-Tienes la máquina pero no hay más folios. Sal a buscarlos, quizás Miguel tenga en sus aposentos. El único papel restante en la habitación es el del baño.
Ese sinvergüenza tenía razón, pero no necesitaba más, dos líneas bastaban. Alguien llamaba con insistencia. Tenía el futuro en mis dedos, podía escribir que era el conserje de mi edificio, entregándome la correspondencia o los nudillos de una eficiente secretaria japonesa de labios tan encarnados que incitaran a la inmoralidad y ojos negros ensoñadores, con la hermosura de un atardecer con brisa sedante, entallada su enjuto pero proporcionado cuerpo, en un kimono de seda rojo con flores y dragones bordados en hilo dorado, presta a mantener un intercambio de información confidencial con un apuesto agente secreto. ¿Por cuál de esas dos opciones iba a decantarme?

Xavi Domínguez

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