LA RULETA
A Paco le gustaba ir al Casino de
Barcelona a menudo.
Allí se encontraba con Antonio.
Este solía jugar a números, cubrir la apuesta, jugar a terminaciones y el
tercio era su zona preferida. Pero a Paco le subía la adrenalina jugárselo todo
a cara o cruz: rojo o negro.
Decidió apostar 5 fichas de 5 euros
al rojo. Salió el 5, (tercio, rojo, impar y falta) y duplicó las fichas.
Luego siguió apostando 5 fichas al
rojo. Salió el 24 (tercio, negro, par y pasa) y su cara se transformó en la de
un rostro desesperado cuando vio que lo perdía todo.
Jugaba poco dinero para poder ir
cada día, ya que era ludópata.
A Antonio le iba mejor porque
apostó caballos y plenos al tercio y 24 y 5 eran tercio.
Paco continuó apostando al rojo.
Salió 26, (vecino del 0, negro, par y pasa). Exhaló un suspiro de
desesperación.
Aunque su color preferido era el
rojo, esta vez decidió cambiar y apostar al negro. Salió el 0. No hay color, el
número de la banca, ! qué cruz! y se quedó en bancarrota.
Continúo mirando los números que
salían sin dinero para ver si acertaba.
Decidió sacar una moneda del
bolsillo y jugar. Cara: rojo. Cruz: negro.
Inma
A CARA O CRUZ
John Stapleton estaba sentado en la
terraza de una cafetería. Sonriente y con articulado movimiento, giró el cuello
solazado por cómo marchaba el día. Era un hombre con un defecto preponderante:
la indecisión. Por la mañana, un interrogante había emergido del armario:
¿camisa de manga larga verde pistacho o corta de color rosa? La primera tenía
buena caída y el tono le gustaba, pero unas enraizadas arrugas en la base la
afeaban. Pero con la otra prenda corría el riesgo de pasar frío si soplaba el
viento, ante lo cual le atenazó una segunda duda: ¿Desayunar dentro o fuera del
local? Con esta carente falta de convicción, Stapleton recurría al azar, y las
monedas que propulsaba al aire le dictaban la agenda.
Había acertado con la segunda
opción, la brisa era suficientemente leve para contrarrestar una mañana
radiante, pero alejada de temperaturas que hicieran adosarse a la
refrigeración.
La mano izquierda al mentón y
percutió otra pregunta: ¿Y un jersey atado por la espalda, o quizás en la
cadera?”. Los dedos de pistolero no reaccionaron, no necesitaba una bala de
cobre para dirimir esa disyuntiva, era dubitativo pero en ningún
caso se trataba de un maduro
decadente, que con pomposo y ridículo empaque viste y anda como un imberbe
pimpollo.
Por la tarde, en unos ultramarinos,
el furor que sorprende con una trepidante y sudorosa angustia, lo gobernó. Su
cara era una alarma palpitante y las axilas dos aspersores que competían para
enfrentarse a las emanaciones cárnicas de la sección de embutidos. Registró
todos los bolsillos y el forro de la cartera. Nada. Una tarjeta y tres billetes
de diferente valor. ¡Ni una moneda! La tragedia se mascaba en el lineal de las
conservas vegetales. Una gama infinita de aceitunas y todas tentadoras para un
paladar que se recreaba con los sabores fuertes o avinagrados y no podía
decantarse por ninguna: aceitunas rellenas de pimiento, con cebolleta, bajas en
sal, en salsa picante, empaladas por pepinillos, sevillanas, muertas, o las
famosas “Gilda”, pinchadas con una guindilla. El paquete con las distintas
alternativas constaba de ocho latas y frascos; podía efectuar, como ya hiciera
antaño, unos octavos de final, eliminatorias entre dos productos hasta llegar
al vencedor, pero estaba inutilizado. Dentro de ese estatismo que lo había
encarcelado en el pasillo de los encurtidos, pensó en su mujer para resolver la
ecuación de las aceitunas. ¡Sapristi! A ella le gustaban unas verdes sin
aliñar, toscas e insípidas, que vendían en la pesca salada del mercado de San
Benito. No pediría cambio a ningún empleado, estaba cansado, frustrado.
Respiraba con andanadas, con la cabeza gacha de un toro que se apresura a
embestir.
Así se mantuvo durante el trayecto de regreso a casa y sentado en el
sofá del comedor. No era la marca de tipo vacilante la que le molestaba, sino
la de ser alguien subyugado a otra persona, se sentía dirigido por su mujer.
Por culpa de ella se había quedado sin aperitivo y estaba rabioso. Era un
secretario, un botones, un ujier quinceañero que se contenta con obedecer y
recibir una palmada en el hombro. Barruntó por minutos apretando los labios,
cual niño malcriado al que le escuece una regañina, y se encaminó al
dormitorio. Con el protocolo ceremonioso que un verdugo opera para finiquitar a
la víctima, el Sr.Stapleton abrió el cajón de la mesita, cogió una moneda
mellada por el canto y reteniéndola entre el pulgar y el índice, declamó
solemne: “Cara me quedo, cruz la abandono.”
A CARA O CRUZ
Era un día oscuro y lluvioso, desperté de nuevo allí dentro,
me estremecí y rodé de costado de nuevo como cuando cada vez que se abría y entraba una luz que me cegaba….
De repente, mi cuerpo redondo cayó, el suelo tembló
furiosamente por la pisada de aquel zapato negro que me perseguía.
No soportaba que nos zandarearan así mientras gritaban: - “a
cara o cruz !”, así que cuando me llegó la oportunidad, me volví a escapar
rodando por la acera.
Mientras rodaba, un enorme gigante corría tras de mí con su
monedero saltando en un bolso de color blanco cremoso. Mi cara golpeó con las brillantes baldosas. Desperté
más tarde en un lugar desconocido, unas voces
-"¡Oye! Tom! ¡Mira esta!". Me cogieron y me
volvieron a lanzar al aire.
"Cara o cruz ¿?! cara o cruz
"Seguían lanzándome sin piedad, empecé a marearme y no
entendía nada de lo que decían: qué cruz!!!! Soy una moneda de curso legal acuñada
en bronce: mi cara es una, mi cruz es quien me lanza al aire y me deja caer sin
piedad.
-"¿Puedo cogerla?", Dijo el niño de pelo rizado
-"¡No!"-respondió la niña del flequillo
De repente, muchos gritos y empujones hasta que fui
arrebatada por otro de ellos, el que me metió en una máquina de chuches. Me caí
en una caja e hice: Clonk!!!! Me caí encima de la cara de una moneda de bronce como yo y silenciosamente me quedé dormida.
Cuando desperté pregunté adormilada:
-"¿Q-dónde estoy?".
"¡Shhhhh!" Susurraron las otras monedas que me
rodeaban.
Momentos después, un gigante con pinta extraña, abrió de un
golpe la enorme puerta de metal que nos mantenía dentro de aquella caja y nos
metió a todos en una vieja bolsa de tela.
-"¿A dónde vamos?" nos preguntábamos
" ¿A quién le importa? ", Oí el grito de una moneda de 10c
cercana.
Unas horas más tarde, salté alarmada cuando un repentino
sonido de sirenas atravesó el aire. y de
repente, el gigante de pinta extraña nos dejó caer al suelo y salió huyendo.
Entonces una mujer que pasaba por allí miró dentro de esa bolsa y decidió
devolvernos a la tienda donde estaba la máquina de chuches a todas menos a mí que
viendo brillar mi cara y mi cruz, me llevó con ella a su casa para meterme en
la habitación de su hijo y colocarme debajo de su almohada junto a unos
caramelos y a un librito. Cuando el niño levantó su almohada, gritó:
-"¡Mira lo que me ha dejado el ratoncito Pérez!".
Por fín tras un dia muy agitado descanso plácidamente dentro de esta caja con forma de cerdito, aquí me encuentro a salvo; bien, será hasta me vuelvan a sacar de aquí...es la cara y la cruz de la vida de una moneda.
Marta Albricias
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